(por Joaquín Leguina)
Los nacionalistas periféricos plantean la paradoja de una nación, España, que si no se autoafirma demuestra su inexistencia y si se exhibe muestra su carácter autoritario (franquista). Ésta es, precisamente, la trampa en la que se halla presa una buena parte de la izquierda española. Ésa es la jaula cuyos barrotes es preciso romper, porque como escribe Helena Béjar, “la izquierda identifica descentralización con progresismo, mientras los nacionalismos periféricos convierten a España en una noción retórica”.
En el estudio ya citado, la investigadora no encuentra referencia al españolismo tradicional en ningún grupo de estudio, ninguna nostalgia parece existir del franquismo ni de la España centralista entre los encuestados, pero tampoco abundan (excepto entre aquéllos con un discurso intelectualmente elaborado y próximos al PP) los proclives a la defensa de una España como nación política y cultural, con una lengua, una historia y ascendencia comunes. Ahí, en este déficit, radica, a mi juicio, una gran debilidad: la que favorece la idea de unos nacionalismos, los de las naciones sin Estado, como “progresistas” para la izquierda bienpensante.
En estas condiciones, me atrevo a asegurar que cualquier apelación a la pertenencia ciudadana, a la racionalidad, a la Constitución… Todo lo que se haga en pro de un lenguaje de compromiso democrático, de la ciudadanía incluyente, de un patrimonio constitucional común serán piezas intelectualmente solventes y útiles… pero insuficientes. ¿Por qué?
Porque ese discurso tiene un gran déficit emocional. España no es sólo un Estado que ha de proteger a sus ciudadanos: “Cuando veo la bandera de España en un edificio público sé que allí se me está defendiendo y si no la veo no lo sé” (Fernando Savater). España es, además, una nación de la que nos sentimos miembros. La identidad ciudadana, post-nacional y europeísta, siendo elogiable y deseable, resulta, a todas luces, incompleta a la hora de construir unos anclajes sociales eficientes, capaces de parar la actual ola disgregadora.
Es preciso reconstruir (o construir) en España un nacionalismo democrático insertado en la tradición liberal –la de Ortega, la de Fernando de los Ríos, la de Giner, la de Prieto, la de Azaña-, en lugar de destruirlo o desmontarlo, y para ello la izquierda –ella sobre todo- tiene que echarle siete llaves al sepulcro del franquismo y, en consecuencia, también al del antifranquismo. Un franquismo que, pretendiendo hacer todo lo contrario, lo que consiguió fue quebrar la conciencia nacional, al identificarse él con España, motejando a quienes se le oponían de Anti-España. Un franquismo que, a la postre, sirvió para justificar un victimismo revanchista que no deja de hacerse oír, con ocasión o si ella.
Buena parte de la generación de 1968, a la que yo pertenezco, sigue presa de una inercia absurda que –como dice la profesora Béjar- “le impide abrazar la bandera española como propia, mientras se muestra tolerante con la continua y ubicua exhibición de las banderas catalana y vasca, encarnaciones de un patriotismo, ése sí, respetable”.
Hablemos, al fin, claro: Prat de la Riba y otros “regionalistas” (así se hacían llamar los fundadores del catalanismo) no proponían la independencia de Cataluña, y no la proponían no porque no la desearan, sino porque sabían que eso era imposible. Percibían con claridad que frente a esa aspiración existía una apabullante mayoría… y hoy sigue existiendo esa mayoría contraria, pero sus representantes políticos son, a menudo, incapaces de plantarse y -emulando a Alan Ladd frente a Jack Palance en “Raíces profundas”- decir a los nacionalistas: “No sigan ustedes por ese camino”. Aunque, a lo mejor, para que este “basta ya” se produzca haya que cambiar la Ley electoral…pero ése es otro asunto, dentro, eso sí, de la misma triste historia.
El Blog de Joaquín Leguina.
Los nacionalistas periféricos plantean la paradoja de una nación, España, que si no se autoafirma demuestra su inexistencia y si se exhibe muestra su carácter autoritario (franquista). Ésta es, precisamente, la trampa en la que se halla presa una buena parte de la izquierda española. Ésa es la jaula cuyos barrotes es preciso romper, porque como escribe Helena Béjar, “la izquierda identifica descentralización con progresismo, mientras los nacionalismos periféricos convierten a España en una noción retórica”.
En el estudio ya citado, la investigadora no encuentra referencia al españolismo tradicional en ningún grupo de estudio, ninguna nostalgia parece existir del franquismo ni de la España centralista entre los encuestados, pero tampoco abundan (excepto entre aquéllos con un discurso intelectualmente elaborado y próximos al PP) los proclives a la defensa de una España como nación política y cultural, con una lengua, una historia y ascendencia comunes. Ahí, en este déficit, radica, a mi juicio, una gran debilidad: la que favorece la idea de unos nacionalismos, los de las naciones sin Estado, como “progresistas” para la izquierda bienpensante.
En estas condiciones, me atrevo a asegurar que cualquier apelación a la pertenencia ciudadana, a la racionalidad, a la Constitución… Todo lo que se haga en pro de un lenguaje de compromiso democrático, de la ciudadanía incluyente, de un patrimonio constitucional común serán piezas intelectualmente solventes y útiles… pero insuficientes. ¿Por qué?
Porque ese discurso tiene un gran déficit emocional. España no es sólo un Estado que ha de proteger a sus ciudadanos: “Cuando veo la bandera de España en un edificio público sé que allí se me está defendiendo y si no la veo no lo sé” (Fernando Savater). España es, además, una nación de la que nos sentimos miembros. La identidad ciudadana, post-nacional y europeísta, siendo elogiable y deseable, resulta, a todas luces, incompleta a la hora de construir unos anclajes sociales eficientes, capaces de parar la actual ola disgregadora.
Es preciso reconstruir (o construir) en España un nacionalismo democrático insertado en la tradición liberal –la de Ortega, la de Fernando de los Ríos, la de Giner, la de Prieto, la de Azaña-, en lugar de destruirlo o desmontarlo, y para ello la izquierda –ella sobre todo- tiene que echarle siete llaves al sepulcro del franquismo y, en consecuencia, también al del antifranquismo. Un franquismo que, pretendiendo hacer todo lo contrario, lo que consiguió fue quebrar la conciencia nacional, al identificarse él con España, motejando a quienes se le oponían de Anti-España. Un franquismo que, a la postre, sirvió para justificar un victimismo revanchista que no deja de hacerse oír, con ocasión o si ella.
Buena parte de la generación de 1968, a la que yo pertenezco, sigue presa de una inercia absurda que –como dice la profesora Béjar- “le impide abrazar la bandera española como propia, mientras se muestra tolerante con la continua y ubicua exhibición de las banderas catalana y vasca, encarnaciones de un patriotismo, ése sí, respetable”.
Hablemos, al fin, claro: Prat de la Riba y otros “regionalistas” (así se hacían llamar los fundadores del catalanismo) no proponían la independencia de Cataluña, y no la proponían no porque no la desearan, sino porque sabían que eso era imposible. Percibían con claridad que frente a esa aspiración existía una apabullante mayoría… y hoy sigue existiendo esa mayoría contraria, pero sus representantes políticos son, a menudo, incapaces de plantarse y -emulando a Alan Ladd frente a Jack Palance en “Raíces profundas”- decir a los nacionalistas: “No sigan ustedes por ese camino”. Aunque, a lo mejor, para que este “basta ya” se produzca haya que cambiar la Ley electoral…pero ése es otro asunto, dentro, eso sí, de la misma triste historia.
El Blog de Joaquín Leguina.