lunes, 29 de diciembre de 2008

Por un nacionalismo español y democrático. (III)

(por Joaquín Leguina)

Los nacionalistas periféricos plantean la paradoja de una nación, España, que si no se autoafirma demuestra su inexistencia y si se exhibe muestra su carácter autoritario (franquista). Ésta es, precisamente, la trampa en la que se halla presa una buena parte de la izquierda española. Ésa es la jaula cuyos barrotes es preciso romper, porque como escribe Helena Béjar, “la izquierda identifica descentralización con progresismo, mientras los nacionalismos periféricos convierten a España en una noción retórica”.

En el estudio ya citado, la investigadora no encuentra referencia al españolismo tradicional en ningún grupo de estudio, ninguna nostalgia parece existir del franquismo ni de la España centralista entre los encuestados, pero tampoco abundan (excepto entre aquéllos con un discurso intelectualmente elaborado y próximos al PP) los proclives a la defensa de una España como nación política y cultural, con una lengua, una historia y ascendencia comunes. Ahí, en este déficit, radica, a mi juicio, una gran debilidad: la que favorece la idea de unos nacionalismos, los de las naciones sin Estado, como “progresistas” para la izquierda bienpensante.

En estas condiciones, me atrevo a asegurar que cualquier apelación a la pertenencia ciudadana, a la racionalidad, a la Constitución… Todo lo que se haga en pro de un lenguaje de compromiso democrático, de la ciudadanía incluyente, de un patrimonio constitucional común serán piezas intelectualmente solventes y útiles… pero insuficientes. ¿Por qué?

Porque ese discurso tiene un gran déficit emocional. España no es sólo un Estado que ha de proteger a sus ciudadanos: “Cuando veo la bandera de España en un edificio público sé que allí se me está defendiendo y si no la veo no lo sé” (Fernando Savater). España es, además, una nación de la que nos sentimos miembros. La identidad ciudadana, post-nacional y europeísta, siendo elogiable y deseable, resulta, a todas luces, incompleta a la hora de construir unos anclajes sociales eficientes, capaces de parar la actual ola disgregadora.

Es preciso reconstruir (o construir) en España un nacionalismo democrático insertado en la tradición liberal –la de Ortega, la de Fernando de los Ríos, la de Giner, la de Prieto, la de Azaña-, en lugar de destruirlo o desmontarlo, y para ello la izquierda –ella sobre todo- tiene que echarle siete llaves al sepulcro del franquismo y, en consecuencia, también al del antifranquismo. Un franquismo que, pretendiendo hacer todo lo contrario, lo que consiguió fue quebrar la conciencia nacional, al identificarse él con España, motejando a quienes se le oponían de Anti-España. Un franquismo que, a la postre, sirvió para justificar un victimismo revanchista que no deja de hacerse oír, con ocasión o si ella.

Buena parte de la generación de 1968, a la que yo pertenezco, sigue presa de una inercia absurda que –como dice la profesora Béjar- “le impide abrazar la bandera española como propia, mientras se muestra tolerante con la continua y ubicua exhibición de las banderas catalana y vasca, encarnaciones de un patriotismo, ése sí, respetable”.

Hablemos, al fin, claro: Prat de la Riba y otros “regionalistas” (así se hacían llamar los fundadores del catalanismo) no proponían la independencia de Cataluña, y no la proponían no porque no la desearan, sino porque sabían que eso era imposible. Percibían con claridad que frente a esa aspiración existía una apabullante mayoría… y hoy sigue existiendo esa mayoría contraria, pero sus representantes políticos son, a menudo, incapaces de plantarse y -emulando a Alan Ladd frente a Jack Palance en “Raíces profundas”- decir a los nacionalistas: “No sigan ustedes por ese camino”. Aunque, a lo mejor, para que este “basta ya” se produzca haya que cambiar la Ley electoral…pero ése es otro asunto, dentro, eso sí, de la misma triste historia.

El Blog de Joaquín Leguina.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Por un nacionalismo español y democrático. (II)

(por Joaquín Leguina)

Antes de contestar a la pregunta de por qué la izquierda española se muestra reticente a expresar y defender una idea clara (política, cultural, sentimental…) de España, conviene que repasemos cómo se expresa hoy la ideología nacionalista de corte periférico. Lo haré sin recurrir a los grandes mitos y manipulaciones tradicionales, propias de estos nacionalismos, pero sí me atendré a la expresión inmediata, de hoy mismo, de esa ideología a través de un análisis cualitativo realizado por Helena Béjar(1), profesora titular de Sociología de la Universidad Complutense.


Veamos resumidamente las características del discurso nacionalista periférico detectadas por el estudio y no creo necesario tener que explicar el contenido mítico (cuando no directamente mentiroso) de un discurso que resulta ser –antes que cualquier otra cosa- profundamente reaccionario:

a) Esencialismo. “Cataluña es una identidad con raíces y lengua. Ello justifica la conciencia pueblo”. La lengua hace a quienes la usan miembros de una nación, no es un vehículo para la comunicación, es la expresión de la conciencia nacional. Aceptar el bilingüismo (en Cataluña, País Vasco o Galicia) sería aceptar la existencia de identidades complejas y el nacionalismo requiere de una comunidad homogénea, por eso detesta el bilingüismo.

b) Organicismo. La nación (Cataluña, País Vasco, Galicia) es un organismo vivo, personal, con un espíritu y un sentimiento propios e identificables.

c) Historicismo. La nación es el producto de una historia antigua cuya “cultura” maltratada se ha bruñido en largas guerras. “Los vascos somos el pueblo más antiguo de Europa”, “El pueblo vasco tiene siete mil años de Historia”, acaba de decir Ibarreche sin que le temblara la garganta al emitir semejante rebuzno).

d) Autenticidad. La versión moderna de este valor romántico es el diferencialismo. La diferencia respecto a los otros, como valor supremo frente a lo común.

e) Victimismo. Existe una injusticia histórica que ningún acto de expiación por parte de España podrá borrar. Por lo tanto, las demandas de los nacionalistas están condenadas a transformarse, pero no a saciarse. La necesidad de un enemigo, España, es la mayor constante en el ideario nacionalista.

f) El No-reconocimiento de España es la consecuencia de todo lo anterior. “España no existe”, “España no tiene nombre”, por eso se la moteja como Estado español, cuando no se la reduce a “Madrid”, el polo del poder transformado en enemigo, quienquiera que sea el que gobierne en ese lugar remoto y ajeno.

Una variante de esa falta de reconocimiento –muy significativo a propósito de lo que aquí estoy planteando- es lo siguiente: la visión que los nacionalistas periféricos tienen acerca del nacionalismo español al que ven, a la vez, como doliente (siempre quejándose de la pérdida de su antigua grandeza) y autoritario (franquista). De esta guisa, los periféricos consiguen colocar a los nacionalistas españoles entre la espada del franquismo y la pared de la negación o del silencio. En otras palabras: los nacionalistas periféricos plantean la paradoja de una nación, España, que si no se autoafirma demuestra su inexistencia y si se exhibe muestra su carácter autoritario (franquista). Ésta es, precisamente, la trampa en la que se halla presa una buena parte de la izquierda española. Ésa es la jaula cuyos barrotes es preciso romper, porque como escribe Helena Béjar, “la izquierda identifica descentralización con progresismo, mientras los nacionalismos periféricos convierten a España en una noción retórica”.

En el estudio ya citado, la investigadora no encuentra referencia al españolismo tradicional en ningún grupo de estudio, ninguna nostalgia parece existir del franquismo ni de la España centralista entre los encuestados, pero tampoco abundan (excepto entre aquéllos con un discurso intelectualmente elaborado y próximos al PP) los proclives a la defensa de una España como nación política y cultural, con una lengua, una historia y ascendencia comunes. Ahí, en este déficit, radica, a mi juicio, una gran debilidad: la que favorece la idea de unos nacionalismos, los de las naciones sin Estado, como “progresistas” para la izquierda bienpensante.



El Blog de Joaquín Leguina.

(1) Los discursos del nacionalismo en España. Claves de razón práctica. Nº 174. (Para el estudio se trabajó con 17 grupos de discusión en Madrid, Toledo, Barcelona y País Vasco).

martes, 2 de diciembre de 2008

Por un nacionalismo español y democrático. (I)

Aunque disiento totalmente con la propuesta, situado como estoy en el convencimiento de que nuestro futuro, si ha de ser justo y democrático, se encuentra en el post-nacionalismo, transcribo el texto de Leguina, por su certero análisis de la situación.



Por un nacionalismo español y democrático. (I)

Joaquín Leguina

Ibarreche anuncia (con fecha y todo) un referéndum para que los vascos decidan si Euskadi se independiza de España (por cierto, no es normal que nadie le pregunte a este pavo qué votaría él en semejante referéndum). En la misma dirección navega, respecto a Cataluña, Carod Rovira, un líder que forma parte del Gobierno de la Generalidad, presidido por un sedicente socialista llamado José Montilla, nacido en la provincia de Córdoba, quien se niega a usar en público el español (siendo ésta la lengua materna de la inmensa mayoría de los ciudadanos catalanes). Para animar la cosa, unos cuantos radicales, amparados por ERC, el partido de Carod, se dedican a quemar fotografías del Rey (no porque ellos sean republicanos sino porque el Rey es un símbolo de España) y, mientras, en las Cortes, todos los grupos nacionalistas (catalanes, vascos, gallegos…) reclaman la existencia oficial y la participación en los campeonatos internacionales de selecciones deportivas de sus respectivos territorios (no para intentar ganar o para competir ellos con solvencia sino para que España no pinte nada en el concierto deportivo internacional). Y todos estos provocadores se dirigen a sociedades -como la vasca o la catalana- cuyos ciudadanos, en su inmensa mayoría, se sienten vascos (o catalanes) y, a la vez, españoles, a los que habría de sumarse la cantidad de aquellos que -en porcentaje nada despreciable- se sienten sólo españoles.

Me temo que en la Historia de España no se había producido antes un guirigay soberanista de la envergadura ruidosa a la que estamos asistiendo. La música nacionalista nos era conocida, y también nos era familiar la letra, pero la orquesta y los atambores nunca habían sonado con tanto estruendo. En cualquier caso, resulta sorprendente el espeso silencio que retumba en las respuestas que brillan por su ausencia y que cabía esperar de la otra parte, es decir, de los partidos de ámbito nacional y, también, de las instituciones regidas por ellos: empezando por el Gobierno de España y acabando en el más pequeño de los ayuntamientos. Algo ha pasado en este ruedo ibérico, conocido antaño como “reñidero español”, pues ahora sólo quiere reñir una de las partes en litigio. Por eso, a mi juicio, merece la pena analizar las causas de tanta prudencia y es preciso hacerlo, muy especialmente, respecto a la izquierda española.

Poco se podrá decir de IU a este respecto, pues cuenta entre sus filas con un genio político del tamaño de Javier Madrazo, que tiene como oficio (y beneficio) ejercer de tiralevitas de Juan José Ibarreche. Así que vayamos a lo que importa, es decir, al PSOE. La pregunta es sencilla: ¿Qué opinan los dirigentes e intelectuales “orgánicos” socialistas de este ruido independista? ¿Por qué escurren el bulto o se disfrazan de noviembre ante esos discursos infumables?

Para los tácticos –tan abundantes en las direcciones de los partidos y también en el PSOE- este asunto, el de ruido independentista, es cosa que se explica por la necesidad que los nacionalistas tienen -como la tienen los pavos reales- de mostrar sus más llamativos plumajes ante un electorado nacionalista en disputa: en Cataluña entre ERC y CiU y en el País Vasco entre PNV y EA, ambos también en liza con Batasuna, a quien es preciso arrebatar su actual electorado. Un electorado que estará, al parecer, destinado a la orfandad cuando ETA desaparezca.

Se trata, pues –según estos tácticos, tan optimistas-, de una lucha por los votos en campo cerrado, es decir, dentro del electorado nacionalista; lucha adobada en Cataluña con la disputa presupuestaria en pos de la loncha más gorda del jamón: el jamón de las inversiones públicas. Por eso –siempre según ellos- no merece la pena entrar al trapo, porque, además, estos muchachos tan gritones, en el fondo, son buenos chicos y siempre estarán dispuestos a echarnos una mano en nuestra misión histórica, que es la de aislar al PP y, de paso, formar aquí y acullá junto a estos goodfellas “gobiernos de progreso”, en Cataluña, en Galicia o donde se tercie (menos en Navarra, por razones tan obvias como inconfesables).

Empero, hay una pregunta elemental a la que nunca responderán “los tácticos” del socialismo reinante y es ésta: ¿para qué ha servido abrir el melón de los estatutos de Autonomía, empezando por el catalán? Porque habrá de reconocerse que si con ello, con la apertura de ese melón, se pretendía atemperar los ardores guerreros dentro de las filas nacionalistas, el resultado ha sido desastroso. Claro que también puede argüirse que la brillante operación territorial, la de los nuevos estatutos se ha hecho con la sola intención de hacer funcionar mejor el Estado… pero este último argumento, tan repetido -todos lo sabemos y ellos también- es más falso que un euro de madera.

En fin, vayamos más allá y escuchemos las razones de quienes con más solvencia intelectual que la de los mentados tácticos argumentan desde la izquierda a favor del silencio. Lo que dicen es que las aspiraciones, demandas y reivindicaciones nacionalistas “no están en la agenda política”, que a esas añosas aspiraciones ya dio respuesta cabal la Constitución de 1978, por ejemplo, en sus artículos 1 y 2 (“La soberanía nacional reside en el pueblo español” o “La constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”) y también en otras muchas leyes vigentes. Esa Constitución –añaden- fue el producto de una voluntad común de convivencia y de un pacto político en el que todos renunciaron a sus aspiraciones máximas… y ellos, los nacionalistas, también. Y, por lo tanto, venir ahora con esas salidas de pata de banco no viene a cuento… y el resto, como en el Hamlet, es silencio.

Aun estando de acuerdo –y yo lo estoy- con la base central y constitucionalista de esta argumentación, no conviene cerrar los ojos, al menos a dos cosas:

1. Si por “agenda” se entiende el conjunto de cuestiones políticas que –por decirlo así- están en el candelero público, entonces habrá de reconocerse que quien maneja con más habilidad y éxito la agenda política en España son los nacionalistas y, lo que es más grave, son su argumentario y sus reivindicaciones los que se escuchan… y se escuchan sin una respuesta contundente, al menos, desde la izquierda.

2. Ellos, los nacionalistas periféricos, parecen tener una idea acerca de lo que son sus sedicentes “naciones”, mientras nosotros, los españoles de izquierda, que sí tenemos una idea de España, no la expresamos o la expresamos con la boca pequeña. ¿Por qué?

El Blog de Joaquín Leguina.


lunes, 8 de septiembre de 2008

Lo que debe unirnos es la Ley; Habermas


Sólo un Estado de Derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:

“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad?”


La respuesta es que el Estado de Derecho, articulado en términos de constitución democrática, garantiza no sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común.


El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso democrático mismo,
en el que, en última instancia, lo que queda a discusión es la comprensión correcta de la propia constitución.

Jürgen Habermas
“Las bases morales prepolíticas del Estado liberal”

jueves, 26 de junio de 2008

'El manifiesto por una lengua común'

Desde hace algunos años hay crecientes razones para preocuparse en nuestro país por la situación institucional de la lengua castellana, la única lengua juntamente oficial y común de todos los ciudadanos españoles. Desde luego, no se trata de una desazón meramente cultural –nuestro idioma goza de una pujanza envidiable y creciente en el mundo entero, sólo superada por el chino y el inglés- sino de una inquietud estrictamente política: se refiere a su papel como lengua principal de comunicación democrática en este país, así como de los derechos educativos y cívicos de quienes la tienen como lengua materna o la eligen con todo derecho como vehículo preferente de expresión, comprensión y comunicación.

Como punto de partida, establezcamos una serie de premisas:

1) Todas las lenguas oficiales en el Estado son igualmente españolas y merecedoras de protección institucional como patrimonio compartido, pero sólo una de ellas es común a todos, oficial en todo el territorio nacional y por tanto sólo una de ellas –el castellano- goza del deber constitucional de ser conocida y de la presunción consecuente de que todos la conocen. Es decir, hay una asimetría entre las lenguas españolas oficiales, lo cual no implica injusticia (?) de ningún tipo porque en España hay diversas realidades culturales pero sólo una de ellas es universalmente oficial en nuestro Estado democrático. Y contar con una lengua política común es una enorme riqueza para la democracia, aún más si se trata de una lengua de tanto arraigo histórico en todo el país y de tanta vigencia en el mundo entero como el castellano.

2) Son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüisticos, no los territorios ni mucho menos las lenguas mismas. O sea: los ciudadanos que hablan cualquiera de las lenguas co-oficiales tienen derecho a recibir educación y ser atendidos por la administración en ella, pero las lenguas no tienen el derecho de conseguir coactivamente hablantes ni a imponerse como prioritarias en educación, información, rotulación, instituciones, etc… en detrimento del castellano (y mucho menos se puede llamar a semejante atropello “normalización lingüística”).

3) En las comunidades bilingües es un deseo encomiable aspirar a que todos los ciudadanos lleguen a conocer bien la lengua co-oficial, junto a la obligación de conocer la común del país (que también es la común dentro de esa comunidad, no lo olvidemos). Pero tal aspiración puede ser solamente estimulada, no impuesta. Es lógico suponer que siempre habrá muchos ciudadanos que prefieran desarrollar su vida cotidiana y profesional en castellano, conociendo sólo de la lengua autonómica lo suficiente para convivir cortésmente con los demás y disfrutar en lo posible de las manifestaciones culturales en ella. Que ciertas autoridades autonómicas anhelen como ideal lograr un máximo techo competencial bilingüe no justifica decretar la lengua autonómica como vehículo exclusivo ni primordial de educación o de relaciones con la administración pública. Conviene recordar que este tipo de imposiciones abusivas daña especialmente las posibilidades laborales o sociales de los más desfavorecidos, recortando sus alternativas y su movilidad.

4) Ciertamente, el artículo tercero, apartado 3, de la Constitución establece que “las distintas modalidades lingüísticas de España son un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. Nada cabe objetar a esta disposición tan generosa como justa, proclamada para acabar con las prohibiciones y restricciones que padecían esas lenguas. Cumplido sobradamente hoy tal objetivo, sería un fraude constitucional y una auténtica felonía utilizar tal artículo para justificar la discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano en alguna de las formas antes indicadas.

Por consiguiente los abajo firmantes solicitamos del Parlamento español una normativa legal del rango adecuado (que en su caso puede exigir una modificación constitucional y de algunos estatutos autonómicos) para fijar inequívocamente los siguientes puntos:

1) La lengua castellana es común y oficial a todo el territorio nacional, siendo la única cuya comprensión puede serle supuesta a cualquier efecto a todos los ciudadanos españoles.

2) Todos los ciudadanos que lo deseen tienen derecho a ser educados en lengua castellana, sea cual fuere su lengua materna. Las lenguas cooficiales autonómicas deben figurar en los planes de estudio de sus respectivas comunidades en diversos grados de oferta, pero nunca como lengua vehicular exclusiva. En cualquier caso, siempre debe quedar garantizado a todos los alumnos el conocimiento final de la lengua común.

3) En las autonomías bilingües, cualquier ciudadano español tiene derecho a ser atendido institucionalmente en las dos lenguas oficiales. Lo cual implica que en los centros oficiales habrá siempre personal capacitado para ello, no que todo funcionario deba tener tal capacitación. En locales y negocios públicos no oficiales, la relación con la clientela en una o ambas lenguas será discrecional.

4) La rotulación de los edificios oficiales y de las vías públicas, las comunicaciones administrativas, la información a la ciudadanía, etc…en dichas comunidades (o en sus zonas calificadas de bilingües) es recomendable que sean bilingües pero en todo caso nunca podrán expresarse únicamente en la lengua autonómica.

5) Los representantes políticos, tanto de la administración central como de las autonómicas, utilizarán habitualmente en sus funciones institucionales de alcance estatal la lengua castellana lo mismo dentro de España que en el extranjero, salvo en determinadas ocasiones características. En los parlamentos autonómicos bilingües podrán emplear indistintamente, como es natural, cualquiera de las dos lenguas oficiales.

Firmado por: Mario Vargas Llosa, José Antonio de la Marina, Aurelio Arteta, Félix de Azúa, Albert Boadella, Carlos Castilla del Pino, Luis Alberto de Cuenca, Arcadi Espada, Alberto González Troyano, Antonio Lastra, Carmen Iglesias, Carlos Martínez Gorriarán, Jose Luis Pardo, Álvaro Pombo, Ramón Rodríguez, Jose Mª Ruiz Soroa, Fernando Savater y Fernando Sosa Wagner.

jueves, 17 de enero de 2008

Laicismo: cinco tesis

por Fernando Savater

El debate sobre la relación entre el laicismo y la sociedad democrática actual (en España y en Europa) viene ya siendo vivo en los últimos tiempos y probablemente cobrará nuevo vigor en los que se avecinan: dentro de nuestro país, por las decisiones políticas en varios campos de litigio que previsiblemente adoptará el próximo Gobierno; y en toda Europa, a causa de los acuerdos que exige la futura Constitución europea y por la amenaza de un terrorismo vinculado ideológicamente a determinada confesión religiosa. En cuestiones como ésta, en que la ceguera pasional lleva a muchos a tomar por enemistad diabólica con Dios el veto a ciertos sacristanes y demasiados inquisidores, conviene intentar clarificar los argumentos para dar precisión a lo que se plantea. A ello y nada más quisieran contribuir las cinco tesis siguientes, que no pretenden inaugurar mediterráneos, sino sólo ayudar a no meternos en los peores charcos.

  1. Durante siglos, ha sido la tradición religiosa -institucionalizada en la iglesia oficial- la encargada de vertebrar moralmente las sociedades. Pero las democracias modernas basan sus acuerdos axiológicos en leyes y discursos legitimadores no directamente confesionales, es decir, discutibles y revocables, de aceptación en último caso voluntaria y humanamente acordada. Este marco institucional secular no excluye ni mucho menos persigue las creencias religiosas: al contrario, las protege a las unas frente a las otras. Porque la mayoría de las persecuciones religiosas han sucedido históricamente a causa de la enemistad intolerante de unas religiones contra las demás o contra los herejes. En la sociedad laica, cada iglesia debe tratar a las demás como ella misma quiere ser tratada... y no como piensa que las otras se merecen. Convertidos los dogmas en creencias particulares de los ciudadanos, pierden su obligatoriedad general pero ganan en cambio las garantías protectoras que brinda la Constitución democrática, igual para todos.

  2. En la sociedad laica tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie. De modo que es necesaria una disposición secularizada y tolerante de la religión, incompatible con la visión integrista que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones sociales para otros o para todos. Lo mismo resulta válido para las demás formas de cultura comunitaria, aunque no sean estrictamente religiosas, tal como dice Tzvetan Todorov: «Pertenecer a una comunidad es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un deber; las comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a condición de que no engendren desigualdades e intolerancia» (Memoria del mal).

  3. Las religiones pueden decretar para orientar a sus creyentes qué conductas son pecado, pero no están facultadas para establecer qué debe o no ser considerado legalmente delito. Y a la inversa: una conducta tipificada como delito por las leyes vigentes en la sociedad laica no puede ser justificada, ensalzada o promovida por argumentos religiosos de ningún tipo ni es atenuante para el delincuente la fe (buena o mala) que declara. De modo que si alguien apalea a su mujer para que le obedezca o apedrea al sodomita (lo mismo que si recomienda públicamente hacer tales cosas), da igual que los textos sagrados que invoca a fin de legitimar su conducta sean auténticos o apócrifos, estén bien o mal interpretados, etcétera...: en cualquier caso debe ser penalmente castigado. La legalidad establecida en la sociedad laica marca los límites socialmente aceptables dentro de los que debemos movernos todos los ciudadanos, sean cuales fueren nuestras creencias o nuestras incredulidades. Son las religiones quienes tienen que acomodarse a las leyes, nunca al revés.

  4. En la escuela pública sólo puede resultar aceptable como enseñanza lo verificable (es decir, aquello que recibe el apoyo de la realidad científicamente contrastada en el momento actual) y lo civilmente establecido como válido para todos (los derechos fundamentales de la persona constitucionalmente protegidos), no lo inverificable que aceptan como auténtico ciertas almas piadosas o las obligaciones morales fundadas en algún credo particular. La formación catequística de los ciudadanos no tiene por qué ser obligación de ningún Estado laico, aunque naturalmente debe respetarse el derecho de cada confesión a predicar y enseñar su doctrina a quienes lo deseen. Eso sí, fuera del horario escolar. De lo contrario, debería atenderse también la petición que hace unos meses formularon medio en broma medio en serio un grupo de agnósticos: a saber, que en cada misa dominical se reservasen diez minutos para que un científico explicara a los fieles la teoría de la evolución, el Big Bang o la historia de la Inquisición, por poner algunos ejemplos.

  5. Se ha discutido mucho la oportunidad de incluir alguna mención en el preámbulo de la venidera Constitución de Europa a las raíces cristianas de nuestra cultura. Dejando de lado la evidente cuestión de que ello podría entonces implicar la inclusión explícita de otras muchas raíces e influencias más o menos determinantes, dicha referencia plantearía interesantes paradojas. Porque la originalidad del cristianismo ha sido precisamente dar paso al vaciamiento secular de lo sagrado (el cristianismo como la religión para salir de las religiones, según ha explicado Marcel Gauchet), separando a Dios del César y a la fe de la legitimación estatal, es decir, ofreciendo cauce precisamente a la sociedad laica en la que hoy podemos ya vivir. De modo que si han de celebrarse las raíces cristianas de la Europa actual, deberíamos rendir homenaje a los antiguos cristianos que repudiaron los ídolos del Imperio y también a los agnósticos e incrédulos posteriores que combatieron al cristianismo convertido en nueva idolatría estatal. Quizá el asunto sea demasiado complicado para un simple preámbulo constitucional...

Coda y final: el combate por la sociedad laica no pretende sólo erradicar los pujos teocráticos de algunas confesiones religiosas, sino también los sectarismos identitarios de etnicismos, nacionalismos y cualquier otro que pretenda someter los derechos de la ciudadanía abstracta e igualitaria a un determinismo segregacionista. No es casualidad que en nuestras sociedades europeas deficientemente laicas (donde hay países que exigen determinada fe religiosa a sus reyes o privilegian los derechos de una iglesia frente a las demás) tenga Francia el Estado más consecuentemente laico y también el más unitario, tanto en su concepción de los servicios públicos como en la administración territorial. Por lo demás, la mejor conclusión teológica o ateológica que puede orientarnos sobre estos temas se la debo a Gonzalo Suárez: "Dios no existe, pero nos sueña. El Diablo tampoco existe, pero lo soñamos nosotros" (Acción-Ficción).


Copyright © 2004 Fernando Savater
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Fuente: Biblioweb