lunes, 24 de enero de 2011

El fracaso de la izquierda en Cataluña

JAVIER CERCAS 15/01/2011

El fracaso del título no es el inédito fracaso electoral del Partido Socialista en las últimas elecciones catalanas: es un fracaso más amplio y anterior a él, y que en parte lo explica; no es un fracaso político: es un fracaso ideológico. Este fracaso podría resumirse así: desde hace muchos años la izquierda catalana ha entregado la hegemonía ideológica al nacionalismo, de tal manera que a veces se diría que en Cataluña, en la práctica, no es posible no ser nacionalista: o se es nacionalista catalán o se es nacionalista español; también puede resumirse así: asombrosamente, en Cataluña es posible ser a la vez nacionalista y de izquierdas. Se trata de dos disparates complementarios. No solo es posible no ser nacionalista -nacionalista catalán o español o moldavo-, sino que es indispensable, al menos si uno se reclama de izquierdas, dado que el nacionalismo es, aquí y en Moldavia, una ideología reaccionaria, incompatible con los principios más elementales la izquierda. ¿Cómo se explica que haya arraigado ese disparate en Cataluña? ¿Y cómo se explica que lo haya hecho tan profundamente y durante tanto tiempo?

La obsoleta visión de los socialistas catalanes va en paralelo al envejecimiento de su dirección

Parte de la explicación hay que buscarla en la historia. El triunfo de Franco en la guerra supuso el triunfo del nacionalismo español y la derrota de los demás nacionalismos hispánicos, empezando por el catalán; este hecho provocó uno de los muchos automatismos políticos que recorrieron la dictadura: puesto que el nacionalismo español era malo, los demás nacionalismos hispánicos eran buenos; y, puesto que el nacionalismo español era de derechas, los demás nacionalismos hispánicos eran o podían ser de izquierdas. Fue el franquismo quien oscureció, por tanto, la doble evidencia de que la expresión izquierda nacionalista es un oxímoron y la expresión derecha nacionalista es un pleonasmo. Dicho esto, no es extraño que el franquismo, al fin y al cabo la manifestación más larga y descarnada del nacionalismo español en el siglo XX, provocase por contraste el fortalecimiento del resto de los nacionalismos hispánicos, ni siquiera que la falacia del buen nacionalismo de izquierdas dominase la Transición; lo que sí es extraño es que, más de 30 años después, todavía domine a la izquierda. Esta es a mi juicio la causa profunda del fracaso de la izquierda en Cataluña: el hecho de que sigue siendo prisionera de un discurso de resistencia que sirvió en el pasado antifranquista pero no sirve en el presente democrático. Como mínimo en el caso de los socialistas, es difícil no atribuir la perduración anormal de ese discurso obsoleto y envejecido al envejecimiento de sus líderes, quienes, a diferencia de los líderes de los demás partidos políticos catalanes, siguen siendo casi los mismos desde hace 30 años. Solo así puede explicarse la reacción de algunos notorios socialistas a la última debacle electoral: según ellos, el PSC no perdió las elecciones por ser demasiado nacionalista, sino por serlo demasiado poco, y su problema serían los 120.000 ciudadanos que votaron al partido en las autonómicas de 2006 y han votado a los nacionalistas auténticos de CiU en 2010. Pero, como todo el mundo sabe, el problema electoral del PSC es mucho más antiguo y más serio: es el problema de los varios cientos de miles de ciudadanos que, reiteradamente, votan socialista en las elecciones generales y se quedan en casa en las elecciones autonómicas; baste recordar que en las últimas generales el PSC cosechó 1.600.000 votos, mientras que en las últimas autonómicas no ha llegado a los 600.000: más de un millón de votos de diferencia. Ese es el verdadero problema: el de todos los ciudadanos que no se sienten concernidos por el tradicional catalanismo de izquierdas del PSC, no, cabe conjeturar, porque sea de izquierdas, sino porque está colonizado por el nacionalismo. ¿Quiere eso decir que todos los votantes izquierdistas perdidos en las elecciones autonómicas son nacionalistas españoles y que, para no perderlos, el PSC tiene que cambiar el catalanismo de izquierdas por el españolismo de izquierdas? En mi opinión, no: solo quiere decir que la izquierda catalana debe rechazar la confrontación entre nacionalismos rechazando por igual y por las mismas razones -por ser ambos irracionalistas, comunitaristas e insolidarios, es decir, fundamentalmente reaccionarios- el nacionalismo catalán y el español; o dicho de otro modo: debe romper con su discurso tradicional construyendo a cambio un discurso que, antes que catalán o español, sea un discurso de izquierda, un discurso capaz de enfrentarse sin ambigüedades a la hegemonía del discurso nacionalista.

No será fácil. El nacionalismo catalán es una industria boyante; igual que el independentismo, en los hechos un nacionalismo sin eufemismos cuya misma existencia depende precisamente, como ha escrito Jordi Soler, de que sus objetivos teóricos no se cumplan: si algún día Cataluña fuera independiente la industria se acabaría, lo que autoriza a sospechar que incluso muchos independentistas no quieren la independencia más que de boquilla. Por otra parte, el antinacionalismo catalán de los nacionalistas españoles es una industria no menos boyante; aunque ya sea un cliché, es verdad que el nacionalismo catalán vive del victimismo, pero se olvida que el antinacionalismo catalán vive a menudo de la misma pamema: decir que la sociedad catalana es una sociedad totalitaria, como repiten tantos antinacionalistas catalanes, es un alarde interesado de ignorancia o un insulto para quienes viven en sociedades totalitarias. Sobra añadir que es legítimo defender la independencia de Cataluña; pero también es legítimo estar contra ella y pensar (como pensamos muchos a quienes repugna tanto el nacionalismo español como el catalán) que los catalanes, los españoles y los europeos viviremos mejor si Cataluña sigue unida a España que si se separa de ella. Mucho más que la derecha, la izquierda catalana debería defender esta convicción, pero lo cierto es que, por permanecer anclada en un discurso caduco y por temor a ser tildada de españolista, no lo hace o lo hace solo a ratos y con la boca pequeña y de refilón, dejando esa causa en manos del PP y de partidos de espontáneos, demagogos y boy scouts de la política.

Entre un nacionalismo y otro, entre una y otra inercia, no será fácil, no, construir un discurso distinto. Tomemos por ejemplo el vidrioso asunto de la lengua. Aquí la victoria de los nacionalistas parece completa: la prueba es que, mediante una amañada identificación entre lengua e ideología, parecen habernos convencido a todos de que solo ellos pueden defender los derechos de los catalanohablantes, de que la prosperidad del catalán equivale a la prosperidad del nacionalismo y en definitiva de que el catalán es cosa suya y no de todos aquellos que lo hablamos, incluidos los que no somos nacionalistas y no compartimos sus objetivos. Esta trampa es tan sibilina que muchos antinacionalistas han caído en ella y han acabado suministrando sin quererlo el carburante ideal para los nacionalistas. Así, por ejemplo, es frecuente que ciertos antinacionalistas comparen la política lingüística catalana con la del franquismo y se pregunten, como hacía uno de ellos en este periódico, "por qué el empeño franquista de cohesionar a España por medio de la inmersión lingüística en castellano fue un atropello, pero el mismo método aplicado en Cataluña supone una reivindicación progresista". Como sabemos quienes padecimos en carne propia la escuela franquista catalana y quienes padecemos por persona interpuesta la escuela democrática catalana (empezando por José Manuel Blecua, flamante director de la Real Academia), la respuesta a esa pregunta es sencilla: primero, porque el método franquista y el democrático no son idénticos; y, segundo, porque el resultado de ambos métodos es opuesto: nosotros salimos de la escuela franquista sin saber una sola palabra de catalán, mientras que, según demuestran una y otra vez las pruebas de competencia lingüística, nuestros hijos salen de la escuela democrática sabiendo tan bien (o tan mal) el catalán como el castellano. Esto no significa por supuesto que la política lingüística catalana no presente problemas, ni sobre todo que no los presente la obligada y gozosa convivencia entre dos lenguas, pero sí significa que comparaciones tan desafortunadas como la que he mencionado no ayudan en absoluto a corregir los abusos lingüísticos concretos ni sirven para combatir las falacias del nacionalismo ni para resolver los problemas reales que nos plantea a quienes lo enfrentamos a diario; también significa que hay que desmontar de una vez la trampa de los nacionalistas y separar el debate lingüístico del debate político: defender el derecho a usar el catalán no equivale a defender el nacionalismo catalán, igual que defender el derecho a usar el castellano no equivale a defender el nacionalismo español; defender el derecho a usar una lengua es solo defender los derechos legítimos de los hablantes de esa lengua.

No será fácil, repito: ni en el asunto de la lengua ni en nada. Pero es muy posible que en la construcción de ese nuevo discurso necesario se juegue la izquierda catalana su futuro.

Fuente: El País

viernes, 31 de diciembre de 2010

Hacia el posnacionalismo

por MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
El País, 17 de Febrero de 2000


Dije, y no digo Diego, que si el franquismo pudo reprimir y ocultar las reivindicaciones nacionalistas y proponer un único nacionalismo español como unidad de destino en lo universal, la democracia española del futuro tendrá su salud y naturaleza pendientes de cómo resuelve los pleitos de los nacionalismos interiores y las dos opciones de fondo con todas sus variantes: separatismo o confederación. El problema no es sólo español. La crisis de la identificación del Estado nación con capitalismo nacional, arrollada por la economía multinacional, favorece la deconstrucción del Estádo nación convencional y la alternativa de nuevas comunidades articuladas no sólo por intereses materiales compartidos, sino también por hechos de conciencia más o menos justificados por coartadas culturales o morales, entendiendo morales como la fijación de hábitos de conducta supuestamente peculiares a una comunidad, hábitos diferenciales como los que Ferrater Mora supuso en Formas de vida catalana. Aquellos paradigmas racionalizados por el filósofo catalán a partir de una Cataluña prefranquista, si eran dudosos como referentes hipotéticos, mucho más dudosos lo son en la Cataluña resultante del paso del franquismo y la transición. 

Estamos en una nueva nación real de los ciudadanos según el concepto de Habermas, sostenedor de que a partir de la conciencia de los derechos del hombre y del ciudadano aparece "... una nueva sensibilidad entre los propios miembros de una sociedad que se volvieron conscientes de la prioridad del tema de la realización de los derechos fundamentales, de la prioridad de la nación real de los ciudadanos, sobre la imaginaria nación de los miembros de una comunidad histórica y étnica".

Si el Estado español tiene un problema de redifinición y reestructuración, los nacionalismos periféricos han de concertarse con la nación real, la formada por la ciudadanía realmente existente y no por un imaginario de ciudadanía a la medida de una nación ideal dictada por la Historia y por una voluntad esencialista. Durante la primera parte de la Transición, la izquierda catalana, fundamentalmente el PSUC, salió de la resistencia proponiendo una nueva Cataluña, asumidora del nuevo tejido social resultante de los movimientos migratorios, concepto aproximado al de la nación real de los ciudadanos. Los análisis del PSUC fueron superando progresivamente el mecanicismo interpretativo con el que el marxismo convencional había descalificado toda reivindicación nacional y contemplaba el asalto al franquismo, y un paso más allá de una política transformadora, como el resultado de la alianza del socialismo con el catalanismo popular.

Pero el nacionalismo al uso reaccionó con la sospecha de que aceptar esa nueva Cataluña sólo conducía a desvirtuar la Cataluña de siempre sobre la que tenían derecho de propiedad los supuestos catalanes de siempre, supongo que herederos directos de lo preibérico, o los que abjurasen de cualquier veleidad españolista, sea la de sentirse paisanos de los ciudadanos de España, superando el punto de vista de que eran ciudadanos adosados, fuera la de alegrarse cuando Perico Delgado ganaba la Vuelta a Francia. Durante veinte años, el nacionalpujolismo ha gobernado la comunidad autónoma de Cataluña y ha marcado las pautas identificadoras de la catalanidad, explícita e implícitamente, con la colaboración de fuerzas políticas y sociales no nacionalistas, pero conscientes del déficit de catalanidad consecuencia de cuarenta años de centralismo neoimperial franquista. La palabra normalización, aunque se empleara exclusivamente a propósito de la reinstalación lingüística, representaba el conjunto de un proyecto cultural y político: asumir como normal, propia, natural la hegemonía de la catalanidad y promulgar las normas que garantizaran esa hegemonía.

Era obvio que el tejido social de la Cataluña de final del siglo XX no era el de la Cataluña anterior a la guerra civil y precisaba políticas de consenso para lo que estoy llamando reinstalación de la catalanidad y un comportamiento prudente por parte de la formación política nacionalista dominante. Consciente de la virtualidad de esa nueva Cataluña, el nacionalpujolismo ha gobernado evitando un conflicto abierto, sin crear una grave quiebra social, pero sin la menor capacidad de dar un sentido nuevo a la palabra integración. Es como si hubiera confiado en el factor tiempo como un aliado para que la nación real fuera a parar a la nación pujolista. La política de hechos consumados y hechos consensuados ha aplazado el protagonismo de la nación real de los ciudadanos, sin que el pujolismo haya explicitado suficientemente de qué imaginario de la catalanidad parte, paralizado a medio camino entre el tradicionalismo nacionalclerical y la Europa de las regiones de Edgar Faure, y a veces obligado a huidas hacia adelante para compensar a su hasta ahora disciplinada clientela independentista.

El pujolismo ha aparecido como un neonacionalismo interclasista capaz de asumir el catalanismo popular y el posibilista u oportunista de otros sectores y estamentos sociales, incluidos amplios sectores del franquismo sociológico catalán reciclado. Pero a cambio de no autoclarificarse nunca, y no planteo esa autoclarificación según los términos que suele usar la derecha española: fijar los límites de la reivindicación nacionalista. El pujolismo actúa consciente de esa nación real, pero sin querer connotarla, no fuera a poner en cuestión postulados y métodos esencialistas que no han conseguido ocultar sin estafa la imposibilidad de un nacionalismo interclasista hasta la metafísica. Aparentemente, el neonacionalismo pujolista sigue demasiado pendiente de un discurso postromántico y en buena medida, como todos los neonacionalismos en ejercicio, debe su éxito finisecular a la quiebra de las grandes cosmogonías sociales cuestionadas por la forma y el fondo de la derrota del socialismo real en la Guerra Fría. Todavía el neonacionalismo que puede afectar en Europa a Estados tan estructurados como el francés, el español o el italiano, no ha sufrido un enfrentamiento directo con los señores de la globalización y su batalla ha sido de estar por casa, frente al enemigo tradicional e identificador, el Estado jacobino o centralista autoritario como el español.

Cabe valorar la ayuda que ha prestado al nacionalpujolismo y a su equivalente vasco la inhibición o la impotencia de la izquierda para ofrecer una alternativa de proyecto, cuando no la complicidad social de los aparatos dominantes en la izquierda política, aliviados en Cataluña porque cuestión tan espinosa, pero venturosamente desarmada, como el nacionalismo catalán, quedaba en manos de nacionalistas pactistas. La activación crítica de la izquierda en los dos últimos años se debe al evidente desgaste biohistórico del nacionalpujolismo en Cataluña y del PNV en Euskadi y a los riesgos de descontrol que pudieran derivarse. Ante la posibilidad de despiece de la túnica sagrada, la nación real de los ciudadanos debería optar a elaborar una túnica laica y no reclamar una parte de la reliquia, y por su parte, la nación real de los ciudadanos de España debería superar la acomplejada alarma ante Cataluña o Euskadi, por el procedimiento de considerar como propios sus patrimonios culturales y lingüísticos, pedagogía que debería asumir en primera instancia el Senado como Cámara territorial, donde pudiera hablarse en catalán, gallego y euskera como paso previo para que estas lenguas y los hechos diferenciales que representan formaran parte de la educación general básica de la nación real de los ciudadanos de España, por encima del riesgo de construir un Estado de ciudadanías adosadas.

lunes, 14 de junio de 2010

¿Más que un club? Examen de un relato persistente (III)

El mito de la sociedad civil catalana

Texto Enric Ucelay-Da Cal Catedrático de Historia Contemporánea. Universitat Pompeu Fabra

El concepto de sociedad civil ha condicionado toda la vida social y política catalana del siglo XX. Actualmente se insiste en los mismos tópicos sobre la excepcionalidad del fenómeno.

Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? Título de una autodefinida "novela del donjuanismo", obra muy exitosa de 1930 del humorista madrileño Enrique Jardiel Poncela (1901-1952).

(Viene de ¿Más que un club? Examen de un relato persistente II)

¿En qué falla la supuesta excepcionalidad catalana?

Desde 1808 España no ha tenido un régimen político exitoso que haya durado al menos cincuenta años seguidos. No ha disfrutado, pues, de una cultura cívica consolidada e incuestionada. Todo lo contrario, ha sufrido la desgracia de una cultura de guerra civil: el guerracivilismo parte de la noción antiquísima de "guerra civil", o sea, guerra entre secciones geográficas o facciones políticas de un mismo país o Estado; sería, pues, la idea de que, durante un período largo y a partir de un conflicto interno violento particularmente traumático, una sociedad está estructurada de forma escindida y partisana, en dos (o quizá más) grandes bandos ideológicos, que, identificados vagamente con derecha e izquierda, agruparían y resumirían las simpatías y enemistades de la contienda pasada, argumentando que el nacimiento de todo parlamento surgido de la experiencia histórica de una sociedad refleja esa "cultura de guerra civil", en la medida en que los grandes bandos ideológicos y parlamentarios reflejan al menos parcialmente los criterios de las partes en la guerra civil. Los ejemplos primordiales serían el Parlamento inglés de la Restauración después de 1660 o el francés, tras la Restauración borbónica en 1815.

La tradicional pretensión catalanista ha sido que los problemas españoles no eran suyos. Las guerras civiles españolas -por tanto, forasteras- recaían sobre los pobres catalanes sin que éstos supiesen por qué. Es un bonito giro argumental, pero totalmente falso, ya que ha existido un guerracivilismo muy catalán, más o menos sostenido, desde el siglo XIV. Bandositat, en catalán, y particularidad, en castellano, son sinónimos, y describen un Antiguo Régimen catalanesco, anterior al llorado 1714, que fue un combate incansable a golpe de pedernal, que aportó al castellano la noción de pundonor (o punto de honor). En su sentido político, particularidad se puede entender a partir del término particularismo, definido por el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia como una "preferencia excesiva que se da al interés particular sobre el general; propensión a obrar por el propio albedrío". Hay que añadir una palabra más, muy propia: polarización. Esta palabra viene de la ciencia política y es una extrapolación de un término propio de la física (no reconocida en los diccionarios españoles o catalanes), que alude al hecho de girar, crecer, actuar, pensar en un sentido concreto, como si fuese el resultado de una atracción o repulsión magnética; así pues, la tendencia a la radicalización de posturas políticas cada vez más extremas e inclusivas que acompaña la ruptura social y el estallido de guerra civil.

Desde 1919, la CNT -el anarcosindicalismo, sin partido político ni interlocutores fijos- había exigido entrar, y por la puerta grande, en la sociedad civil catalana. Obreros y patronos organizaron el mercado de trabajo, sin arbitraje estatalista. Se le denegó el acceso y respondió a tiros. Los empresarios se sintieron débiles. No es de extrañar que los protagonistas del sindicalismo patronal (o sea, agrupar a los patronos) fuesen los más pequeños, pero fachendosos, dueños de taller (como el famoso Graupera, con el puro en los dientes). Tampoco debe sorprender que el "sindicalismo libre" - de raíz católica y carlista - surgiera de los muchos obreros que no se sentían obreristas ni ácratas, que iban a misa o eran tan absolutamente libertarios que se negaban a comulgar con las tonterías bendecidas de los "chicos de la pipa" de los "grupos específicos" anarquistas y/o anarcosindicalistas. El juego del pistolerismo, muy conocido en todas partes, consistía, pues, en atentados personalizados entre organizadores sindicales de los unos y de los otros, patronos chulos ("a mi nadie me dice lo que tengo que hacer en mi taller") y operarios que iban a la suya, con un buen componente del "negocio de la protección" y con los policías metidos hasta las cejas. Con esto podemos trazar un vocabulario político de dos siglos: del bandolerismo decimonónico al pistolerismo novecentista y, en la segunda mitad del siglo XX, al terrorismo. En resumen, una merienda de negros. Y el previsible juego de provocación-respuesta-provocación-respuesta. Huelga general y golpe de Estado, huelga general y boicot empresarial. Si los años de dinero fácil al abrigo de la neutralidad en la Gran Guerra de 1914-1918 trajeron un juego de entidades fantasmales, ahora el mismo juego se traspasó a la política, con entidades multiplicadas y sin contenido (como cuando liberales y mauristas intentaron registrar todo tipo de círculos locales más imaginarios que sustanciosos).

Llegada a este punto, la política catalana se fundamentó en el bluf (farol), como suele pasar en tiempos de agitación cuando no se pueden contar votos. También en este punto constatamos la pobreza de la lengua catalana oficializada y fabriana para asumir los aspectos más oscuros de la propia realidad vivida en tierras de habla catalana: no hay sinónimos para el bluf de cartas o naipes, cuando todos los juegos importantes del país (el mentider, la botifarra) se basan en dar una falsa impresión a los adversarios. Por el contrario, los diccionarios ofrecen "fanfarronada", "fachenda", "presunción", "jactancia", o sea, términos que remiten al bragadaccio del militarismo españolista o a la ostentación más vacía, digamos al Cercle del Liceu o al Cercle Eqüestre, pero no a la esencia de las jugadas de los negocios y de la política que han sostenido más de un siglo de vida catalana.

Durante la Dictadura de Primo de Rivera, de 1923 a 1930, nadie votó, así que el Gobierno hizo lo que quiso: el propio primorriverismo era un farol, ya que carecía del más mínimo fundamento legal. La proclamación de la II República fue asimismo un "órdago a la grande" que salió bien. Y el renacimiento del anarcosindicalismo a lo largo de los años treinta, con sus revueltas antirrepublicanas, fue otra operación de escaparate: "un gigante con pies de barro", según el obrerista rival (y ex cenetista) Maurín. También lo fue el nacionalismo radical, lleno de Ejércitos de Cataluña que no luchaban y de "batallas de Prats de Molló" en las que no se disparaba ni un tiro.

A lo largo de los años veinte, la prensa en catalán aumenta en cuanto a consumo, así como la edición, pero el cambio en 1931 demostró que comprar y leer no son lo mismo. La falsa realidad, desde entonces hasta ahora, ha sostenido un mercado en el que nadie lee, salvo unos cuantos que hacen de todo con tal de mantener las apariencias.

Así pues, los años republicanos consagraron la tendencia a creer que las pretensiones asociativas eran resultados. En buena medida, el éxito tan fácil del golpe de Primo de Rivera en 1923 y la agitación callejera en 1931 convencieron a todo el mundo de que bastaba con aparentar para obtener el beneficio deseado. Con tan alegre criterio, media Cataluña se lanzó a la rebelión en octubre de 1934; y ayuntamientos y entidades públicas y privadas se solidarizaron con el Gobierno catalán, pero, después, se quedaron sorprendidos al ser arrestados al día siguiente. No obstante, los militares que se impusieron cayeron en el también fácil error de suponer que sólo bastaba con sacar las tropas a la calle para que todos se encogieran; criterio equivocado, como comprobaron en el verano de 1936. Tampoco era tan sencillo, ya que todo el mundo se acostumbraba al vacío. La brutalidad de la Guerra Civil de 1936-1939, su naturaleza traumática, en resumen, tiene mucho que ver con esa ligereza acumulativa, de la que proviene la tendencia hispánica a creer más en la palabra y en su articulación formal que en los hechos, los costes y los precios a pagar.

El franquismo fue consecuente con la tradición de la apariencia teatral, la política sonora e insustancial. Hubo un fuerte debate interno durante 1937 sobre el contenido nuevo del Estado Nuevo, que confrontó propuestas católicas y carlistas de índole corporativa con el nacionalsindicalismo verticalista de los presuntuosos falangistas, fachendas éstos sí, ya que si no se tenía en cuenta a los carlistas de verdad, no eran nadie (al menos en cifras), pero querían controlarlo todo, con el mejor y más moderno espíritu totalitario. Ganaron éstos últimos en la forma, pero no en el contenido, ya que la Iglesia Católica, muy partidaria de una sociedad civil bajo su control y purificada de discursos y liturgias competidores, se mantuvo en su espacio. La dictadura de Franco -siempre maximalista o vergonzante, "Estado imperial" o "régimen" por antonomasia - presentó una fachada totalitaria y una praxis interna de sistema muy poco ortodoxa, de andar por casa y en pantuflas, al menos mientras nadie los estuviera mirando.

"Rojoseparatismo" de retroalimentación

En resumidas cuentas, en Cataluña, el franquismo obligó a las entidades de la sociedad civil a someterse a una purga inicial y, luego, a mantenerse siempre bajo control. El sector católico más favorecido, el llamado opusdeísta -fuertemente vinculado a Cataluña (López Rodó)-, manifestó mediante la planificación el deseo preferente de una sociedad civil tradicional - o sea, monopolizada por la Iglesia - que, no obstante, lideraría el desarrollo económico, moral e incluso político de los españoles. En Cataluña, el protagonismo, que no liderazgo, de Porcioles indicó que el tejido local podía encabezar una recuperación, mientras los recursos estatales apuntaban a Madrid, capital pecadora que el régimen también tenía que corregir. El antifranquismo, en consecuencia, se embriagó con un pseudo-recuerdo de los años treinta: el rojoseparatismo de los tópicos franquistas en retroalimentación, invertido y tomado en serio, aunque nunca hubiese existido.

La transición catalana, con un PSUC blando y frentepopulista, encarnación del nacionalcomunismo y pletórico de muchachos peludos que abandonaban el catolicismo social, confrontó un centro-derecha catalanista también post-católico (de aquí que asumiera la culpa de la Iglesia en su propia represión 1936-1937), pero que no podía admitirlo. Entre unos y otros, los "años treinta catalanes" fueron sintetizados en una nueva mitología que reimaginaba la sociedad civil como sindical, precisamente cuando los sindicatos iban hacia un futuro de evaporación al iniciarse un cambio de gran profundidad en la naturaleza de la producción y el consumo en todo el mundo industrializado. El afán idealizador de los años treinta fue una equivocación grave, totalmente generalizada, fruto de percibir el pasado a través del verticalismo sindical y corporativo del franquismo, pero funcionó como un nuevo "sueño despierto". Quedó consagrado el sueño por el retorno de Tarradellas en 1977 y por la integración de un trozo republicano en la instauración de la monarquía juancarlista. La ficción de un pasado ideal reciente, a la vuelta de la esquina, ha demostrado ser adictiva para la opinión intelectual y política catalana, dispuesta con entusiasmo al sonambulismo.

Así, la falsa memoria histórica, más o menos neocatalanista o neorrepublicana según las exigencias del guión, presidió la desindustrialización catalana, mientras los sectores de opinion-makers se funcionarizaban, como el resto de España, gracias a la invención del Estado de las Autonomías y de la ley fiscal de Fernández Ordoñez para pagarlo todo. En la medida en que encogía la base industrial catalana, el pujolismo lo reinventaba todo desde arriba, en espejo franquista, como inversión especular disfrazada de autenticidad catalanista. A pesar de todo, la gran habilidad táctica de Pujol, que supo quedarse, durante dos largas décadas, con los sucesivos programas de las izquierdas, mientras él nadaba y guardaba la ropa, partía de un error de fondo garrafal. Como Prat, tuvo la inocencia de creer que la sociedad civil catalana realmente existía como algo sólido, que aguantaría su famoso esquema de pal de paller. En la versión pujolista del sueño despierto, existía una Cataluña articulada bajo la pintura azul franquista: no haría falta nada más que quitar la pintura españolista, añadir prensa, radiotelevisión y escuela en catalán, y la patria resurgiría, naturalmente, como sociedad civil madura, mucho más madura que los pobres simulacros africanos que surgirían en las regiones loapizadas españolas. Así, cuanto más estimulaba el pujolismo el tejido asociativo y su sustrato económico desde una administración en expansión exponencial, más se encontraba con la sorpresa de que los fundamentos se fundían, hasta casi desaparecer literalmente, si no eran regados con regularidad con financiación pública. Los tripartitos maragallianos y montillescos que han sucedido al largo pujolato se han encontrado el "churro", del que han pretendido ser gestores, y así les ha ido.

Algún día tendremos que despertar y soñar despiertos de una forma más plausible, si eso fuera posible.

Fuente: Barcelona Metrópolis

lunes, 7 de junio de 2010

¿Más que un club? Examen de un relato persistente (II)

El mito de la sociedad civil catalana

Texto Enric Ucelay-Da Cal Catedrático de Historia Contemporánea. Universitat Pompeu Fabra

El concepto de sociedad civil ha condicionado toda la vida social y política catalana del siglo XX. Actualmente se insiste en los mismos tópicos sobre la excepcionalidad del fenómeno.

Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? Título de una autodefinida "novela del donjuanismo", obra muy exitosa de 1930 del humorista madrileño Enrique Jardiel Poncela (1901-1952).

(Viene de ¿Más que un club? Examen de un relato persistente I)

Los discursos de la posmodernidad

Eso deja paso, en los años ochenta, a los discursos variados de la posmodernidad, y, por extensión, en las disciplinas sociales, a lo que se llamó "giro lingüístico", o sea, el despertar del sueño del langage de bois ideológico heredado de los años treinta. Dicho claramente con un ejemplo: la comprensión de que el proletariado o la burguesía no son un hecho, sino sólo una idea explicativa, y, por cierto, no precisamente una idea que soportara bien ser inspeccionada a fondo. Al mismo tiempo, la discusión sobre la postindustrialidad significó que, por primera vez, se cuestionaba de un modo generalizado la suposición de la producción como clave de cualquier concepción de la economía. Se llegó a tener cierta conciencia de que, en algunos lugares, se vivía una relativa riqueza colectiva, marcada por la tendencia a la vida larga y a la aparición de personas ancianas -no de sesenta años, sino de más de ochenta años de edad- en número suficiente como para poder ser consideradas como grupo social. Se empieza a hablar así de ondas tecnológicas (Alvin Toffler), y también de una concepción de poder derivado del dominio de la información - por primera vez posible gracias al ordenador personal y a la cada vez más compleja red de interconexiones electrónicas - y no de la capacidad de control y administración (la "sociedad del conocimiento", de Peter Drucker, propugnada desde los años sesenta y setenta en la teoría del management).

Los muchos intentos para dar un sentido profundo a la noción de posmodernidad (François Lyotard en Francia, Frederic Jameson, inventor de los Cultural Studies en Estados Unidos) pierden de vista a menudo que lo único realmente relevante era el fin de la alta modernidad y sus supuestos axiomáticos. Además, con la década de los noventa se hundió la histórica exclusividad del Estado. Desde el Congreso de Viena en 1815, el criterio oficial era que un Estado sólo hablaba con otro Estado mediante la diplomacia (por esta razón, tradicionalmente se denomina en España y Estados Unidos, por ejemplo, Ministerio de Estado al Ministerio de Asuntos Exteriores). Así, en el terreno interestatal, cualquier diálogo entre particulares y autoridad pública se dejaba en manos del servicio consular (en cada país soberano, el trato con los ciudadanos era tarea del Ministerio del Interior). Como consecuencia directa, aquellas entidades que eran de facto independientes, pero que no respondían a las normas de la diplomacia (en el siglo XIX, los poderes locales o reinos de África, por ejemplo), también eran entendidos como intereses privados. En la actualidad, desde 1992, han ido surgiendo las ONG como una fuerza que ha conseguido imponerse en los escenarios antes exclusivamente diplomáticos, como la ONU: en las sonoras palabras de Kofi Annan (secretario general, 1997- 2006), tan significadas que, al ser citadas oficialmente, ni tan sólo se les pone fecha: "Hubo un tiempo en que Naciones Unidas sólo trataba con gobiernos. Pero, ahora, ya sabemos que la paz y la prosperidad no se pueden conseguir sin asociaciones que impliquen a gobiernos, a organizaciones internacionales, a la comunidad empresarial y a la sociedad civil" (http://www.un.org/issues/civilsociety).

Los politólogos, sociólogos y todas las disciplinas urgían la creación de un concepto sustitutorio, y se redescubrió la idea de la "sociedad civil", así como todos los viejos argumentos sobre el tejido social norteamericano, al margen del poder de Aléxis de Tocqueville (La democracia en América, 1835-1840). Pronto, la presunción de la sociedad civil como componente esencial de cualquier sociedad funcional lleva al entusiasmo analítico desde enfoques muy diversos. La nueva fórmula (o reformulación) pudo disfrutar, desde la socialdemocracia innovadora tras el colapso comunista, de la aprobación de Giddens, ahora lord Giddens. El politólogo norteamericano Robert Putnam lo apuntó, primero en Italia y, después, en Estados Unidos, con un título que se ha hecho famoso, Bowling Alone (2000), desde donde podemos llegar fácilmente hasta el muy vacío pero escandaloso ensayista fílmico Michael Moore y su película documental Bowling for Columbine (2002). Más profundo resulta el concepto de habitus, el contexto social del compendio de costumbres colectivo, popularizado por Pierre Bourdieu, pero originario en realidad de Norbert Elias. En España, Víctor Pérez Díaz ha divulgado la "sociedad civil española" como el componente decisivo de la transición democrática y el despegue de España como sociedad básicamente aquejada del hecho de ser rica.

Pero toda esta movida postmoderna en torno a la sociedad civil ha tenido muy poco que ver con la dinámica catalana, incluso en el caso de Pérez Díaz, cuyos argumentos tendrían que haber servido al menos como aviso de un cambio de fondo. En Cataluña, sin embargo, nadie ha querido darse cuenta, y todos han seguido con los tópicos de siempre sobre la excepcionalidad catalana por el hecho de disfrutar de una sociedad civil singular, cuando ya no lo es tanto, y los catalanes, además, ya son masivamente funcionarios (aunque sea de la Generalitat). En Cataluña, la sociedad civil (no siempre designada con este nombre, aunque sí haciendo referencia a esa idea) ha condicionado toda la vida política y social a lo largo del siglo XX, de forma mantenida, incluso obsesiva. Todos los sectores habidos han bebido de este abrevadero ideológico con auténtica sed de poder. Nunca se han sentido satisfechos del todo, ni han sentido saciada su sed, pero todos cantan las excelencias de la fuente surtidora. Y todos actúan como si el siglo XX tuviese que durar indefinidamente, cuando ya hace tiempo que se acabó.

Una reflexión historicista

Parece lamentable, pero es un hecho: la mentira resulta imprescindible. Cualquier conjunción social necesita, para sostenerse, un entramado de lo que podríamos llamar "sueños despiertos ". Es comparable al hecho de que los individuos se apoyen en los vínculos personales idealizados, como el amor o la estima. La urgencia de la literalmente pavorosa necesidad emotiva, tanto individual como grupal, provoca que sentimientos del todo evanescentes se cosifiquen (o reifiquen): es decir, lo que sólo consiste en emoción huidiza y contradictoria, una suma confusa y contradictoria de pulsiones, culpabilidades y otras programaciones profundas, además de añadidos de presiones más recientes o coyunturales, queda mentalmente transmutada en algo sólido, evidente, literalmente fehaciente. Los sueños despiertos, al contrario de los sueños dormidos, son del todo comunicables; aún más, se contagian y generan dependencia en las otras personas. Queremos creer. Aun estando compuestos de reflejos parciales y malentendidos, los sueños despiertos parecen reales, por la razón de que las emociones que suscitan lo son. Vayamos más lejos todavía: cualquier vida social consiste en sueño despierto o, como dirían, los vedánticos y budistas, en vana ilusión.

Un sueño vertebra la sociedad catalana, en la medida en que existe tal cosa totalmente cosificada -y lo mismo se puede decir de España, el Estado, de Francia y de una lista tan infinita y variada como el repertorio de interacción humana-. Sin sueño despierto y ampliamente compartido no hay relato histórico, ni mitología política, ni las imprescindibles identificaciones que configuran la participación y garantizan su transmisión y contagio. Como en todos los casos, el sueño que justifica la noción de los "catalanes" es circular: hay que creer que existen los catalanes para que, en efecto, existan. Más concretamente, en la medida en la que el sueño despierto catalán se vuelve insistentemente tautológico, y, por tanto, más atractivo, de movimiento, más catalanista, el relato cosificado adquiere mayor densidad: los catalanes, según la suposición constituyente, son algo aparte, diverso de su marco legal o político, que es presumiblemente espurio, ya que cada sueño despierto tiene que determinar la realidad que lo rodea, y decidir qué hay de real, o mejor, de auténtico en las categorías empleadas. Pero en el relato soñado catalán, hay un hecho diferencial que no permite que tal cosa colectiva catalana, entendida como fáctica, se confunda con otras cosas que, de forma accidental, se sobreponen. La suposición catalana, o mejor catalanista, es, dicho sucintamente, que la historia se ha equivocado y tiene que ser corregida, allá atrás, en el pasado, y no ahora.

Los catalanes - siempre según el relato de sueño despierto - son diferentes del resto de los españoles y/o hispánicos porque trabajan, ahorran, son currantes. Es reconocido que también pueden tener mucha cara, que tienen terribles arranques que todo lo destrozan. Algunos, al elaborar este relato solipsista, apuntan a la equivocación histórica como culpable de esos arranques: si pudiesen ser, vivir su autenticidad, vivirían tranquilos y realizados. Pero si profundizamos en la narración compartida del sueño despierto, si extraemos el relato, y vamos al corazón del pueblo (un topos del casi olvidado dramaturgo Ignasi Iglèsies), queda demostrado que las ganas laboriosas del colectivo siempre se sobreponen a las furias, es decir: el seny (la sensatez), el sentido común racial, de nuestra tierra, de la tierra, puede con el arrebato. Y la sensatez, no hay que decirlo, es asociativa.


La suposición de la excepcionalidad catalana

Se ha podido leer la experiencia del Sexenio Revolucionario, de 1868 a 1874, como una tentativa, liderada por el reusense Joan Prim, de imponer alguna especie de proyecto barcelonés a la política española. Así, los muchos catalanes que se embarcaron con Prim -como Laureano Figuerola o Víctor Balaguer, entre otros- representaban una variedad bien dispar de lecturas sobre la disyuntiva pays réel-pays légal, como también las abundantes contradicciones entre las visiones opuestas a la neo-whigista Gloriosa Revolución, los Mañé i Flaquer o Duran i Bas que desconfiaron del cambio dinástico o, más aún, del experimento republicano, y un Almirall, por ejemplo, al que le parecía poca cosa.

Pero nadie dudaba, ya en 1868, de la verdad de la dicotomía española entre la laborista, febril y humeante Barcelona y la gandula, burocrática y cortesana Madrid. El dualismo entre fabricantes "claros y catalanes" y funcionarios con pretensiones (el "Vuelva Vd. mañana" de Larra) quedó fijado como la grieta central frente a cualquier modernización de la sociedad española. Dentro del agudo gusto por la autocontemplación propia, se produjo el autodescubrimiento de la sociedad civil catalana a lo largo de la década siguiente, sobre todo una vez pasada la tormenta revolucionaria.

Hacia 1880, cuando Almirall intentó proyectar un movimiento de identificación catalanista, basado en la confluencia proteccionista de patronos, abogados y obreros, al estilo de los republicanos norteamericanos, el tópico ya estaba sellado y convertido en una perfecta cosificación. Es más, la creación oficial en 1887 del Registro Civil de Asociaciones confirmó la percepción de la propia relevancia catalana. Por aquel entonces, la rivalidad Madrid-Barcelona, la lucha por la capitalidad española entre "la Villa y Corte" tradicional y la "contracapital" barcelonesa, totalmente insatisfecha con el papel de capital de provincia (¿como Soria o Cuenca?), se había convertido en el hecho que dominó, sin ninguna duda, la vida política y social española hasta finales de la Guerra Civil de 1936-1939.

El cliché de la trabajadora Barcelona (pronto transmagnificada en "la Barcelona de los trabajadores") se fundamentaba en muchas ilusiones, algunas de ellas muy ilusorias. Se basaba en la suposición de que existía una industria catalana poderosa, pero el hecho era más bien que la producción catalana era muy frágil, dependiente por sus bajos costes y por sus escasos márgenes de beneficio, obtenidos en talleres raquíticos con pocos operarios y, a menudo, con maquinaria de segunda o tercera mano. No había una grande bourgeoisie, sólida y arraigada, en Barcelona (ni en Sabadell, Terrassa, Mataró, y otras ciudades fabriles), sino muchos "señores Esteve", unos pocos indianos y negreros, y una familia Güell y otra Muntades, y para de contar. El tejido burgués (neologismo venido del francés al castellano a través del catalán) era bien fino, poca cosa, y estaba tan vacío como las ínfulas españolas de ser una gran potencia con una flota y un ejército de rango. En Barcelona, como en Madrid, todo dependía de las apariencias, aunque no compartían su preocupación por los mismos indicadores de rango social, de ascenso o de descenso. La pobre realidad catalana quedó tapada por el recurso, tan español, al excepcionalismo, por la convicción de que la puntualidad y la ética del trabajo en Cataluña eran raciales, como lo eran el desorden y la pomposidad juridicista castellana, En la práctica, la solidez catalana dependía más de la "sociedad de familias", el tupidísimo entramado social de parentesco, de matrimonios cruzados (dos hermanos con dos hermanas, un hermano con la viuda fraterna, los enlaces entre primos...) que garantizaban que el juego de apellidos fuera totalmente reiterativo, como lo eran las muchas fabriquillas que adoptaban nombres sonoros de empresa. Por eso, la agudeza del espíritu socarrón catalán, la sorna, el sarcasmo, la descarnada ironía del idioma pronto acababa con cualquier intento de echar las campanas al vuelo.

Nadie iba a enganchar a los corrosivos catalanes, y menos los españoles o "castellanos", con el vacío estatal, raquítico injerto de liberalismo en un tronco dinástico y absolutista. Nadie, salvo, claro está, ellos mismos. A lo largo del siglo XIX, la sociedad de familias fue creando unos hábitos que tenderían a adquirir aspecto muy sólido a fuerza de evitar hablar con alguien que no compartiese los mismos criterios. Si la red de parentesco ya parecía bastante reunida en el Liceu, todas las sedes sociales, los encabezados de papel de carta y la decoración empresarial también fueron tomando vida propia hasta aparentar ser una auténtica sociedad civil. Barcelona no sería la capital de nada (más que de la provincia de Barcelona), pero era el aparatoso centro de una densa red de empresas y personas sociales, bendecidas por el caduceo de Mercurio, dios del comercio, además de por otras figuras de la mitología fabril y mercantil.

Habían surgido algunas entidades emblemáticas: el Liceu (1847, reconstruido en 1861 y 1994), el Ateneu Barcelonès (1860, copiado del de Madrid, 1835, y del de Londres, 1823), y el modelo se extendió pronto, ya que los menestrales y autodidactos no se creían inferiores a los señores, burgueses como Dios manda. Así se fundó el Ateneu Igualadí de la Classe Obrera en 1863, el primero de una larga cadena de entidades populares dedicadas a la autoayuda y a la autopromoción, del mismo modo que las mutuas pagaban los entierros (nadie lo haría, si no lo hacían ellos). Y así, de entidad en entidad, se produjo el milagro de la sociedad civil catalana. ¿Existía? Pronto corrieron las imágenes del despertar de los muertos: la del ave fénix, emblema del significativo periódico La Renaixensa, se convirtió en logotipo arquitectónico de la construcción de la Barcelona moderna; incluso la de Lázaro: "Surge et ambula", dice Cristo, y el cadáver despierta de su letargo (es el lema de la Biblioteca-Museu Balaguer en Vilanova i la Geltrú o del Primer Congreso de la Lengua Catalana en 1906).

El catalanismo político, por tanto, se edificó, totalmente convencido, sobre unos fundamentos asociativos en apariencia firmes y, sobre todo, únicos en España. Unamuno muestra a Eugeni D'Ors la grandeza solemne de Salamanca y Xènius le replicó que hacían falta cafés de barrio a la francesa (o sea, como los que abundaban en el petit París du sud). La primera campaña electoral de la Liga Regionalista, tras un "cierre de cajas" o huelga de impuestos de tenderos, se presentó como la de los "cuatro presidentes" (en realidad, ex presidentes de la Societat Econòmica Barcelonina d'Amics del País, el Foment del Treball Nacional, el Ateneu Barcelonés, la Lliga de Defensa Industrial i Comercial) en donde las entidades suplían a las instituciones públicas. La estrategia de ligas confiaba en los fundamentos de la sociedad civil, de la que Prat de la Riba fue un adepto entusiasta. De semejante seguridad nació Solidaritat Catalana, en 1906, que arrasó en las elecciones de 1907 como "alzamiento", según el poeta Joan Maragall. Sólo la Revolución de julio de 1909 indicó que quizá no todo era tan sólido como se creía y Cambó, por entonces distanciado de Prat, promovió una encuesta y descubrió que había bien poca sociedad civil, más agujeros que otra cosa. Quedó horripilado, tapó los resultados y comenzó a insistir en la necesidad de acceder al Estado, como "socialismo estatalista". Prat ya había asaltado la Diputación barcelonesa y se divirtió de lo lindo inventando instituciones públicas que suplían las carencias privadas, mientras el discurso oficial catalanista era todo lo contrario. ¿Cuál es, pues, la justificación? Que Cataluña "actúa en función de Estado" (fórmula recogida por Alexandre Galí, en su vasta recopilación descriptiva de las instituciones catalanas y/o catalanistas - y esa distinción resultó ser otro problema -). Finalmente, gracias al pacto de Cambó, primero con el liberal Canalejas y después con el conservador Dato, se obtuvo la anhelada Mancomunidad interprovincial y Prat pudo seguir, hasta su muerte en 1917, inventando organismos. Su heredero "liguero" al frente de la interdiputación, el arquitecto Puig i Cadafalch, modernizó la política pratiana al crear empresas para el desarrollo (teléfonos, por ejemplo), a la vez que, desgraciadamente, buscó sin éxito someter a los intelectuales a su disciplina.

Para cuando llegó la Dictadura del General Primo de Rivera, nacida en Barcelona el 13 de septiembre de 1923, todos conocían ya el truco catalanista de publicar manifiestos con interminables listas de asociaciones, que ya no impresionaba a los militaristas y españolistas, que intentaron hacerle frente endureciendo la capacidad de intervención de la provincia y la Capitanía. Pero los obreristas sí que habían aprendido y copiado la lección catalanista.


Continúa...


Fuente: Barcelona Metrópolis

viernes, 21 de mayo de 2010

¿Más que un club? Examen de un relato persistente (I)

El mito de la sociedad civil catalana

Texto Enric Ucelay-Da Cal Catedrático de Historia Contemporánea. Universitat Pompeu Fabra


El concepto de sociedad civil ha condicionado toda la vida social y política catalana del siglo XX. Actualmente se insiste en los mismos tópicos sobre la excepcionalidad del fenómeno.

Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?
Título de una autodefinida "novela del donjuanismo", obra muy exitosa de 1930 del humorista madrileño Enrique Jardiel Poncela (1901-1952).

Vamos a explorar - o peor, revisar - un tópico repetido de manera incansable en los medios de comunicación barceloneses desde hace más de un siglo: la denominada "sociedad civil catalana". Tópico del que han hablado, y mucho, fuentes vulgarizadoras hispánicas de todo tipo. En todo el mundo, su existencia es axiomática. Su descripción, en cambio, destaca por la fragilidad o pobreza de los materiales y la escasez de los intentos. En consecuencia, nos vemos llamados a una tarea, llamemos forense, de comprobación. La primera pregunta es muy básica: ¿qué es, exactamente, una "sociedad civil", así, en general?

La respuesta evidente es que no se sabe. Nadie se pone de acuerdo, pero todos hablan de ello. Profundicemos, pues.

Una investigación rápida en la red sirve sólo para verificar la falta de acuerdo: si se teclea en el servidor Google, aparece de inmediato una entrada con al menos dieciséis definiciones listadas, ninguna de las cuales concuerda con las demás en lo que respecta a qué o a quién forma parte de ella o a qué o a quién no. Con razón, nada más comenzar, la página web de la entidad norteamericana Civil Society International observa, con cierta sorna, que: "La sociedad civil es un concepto inusual puesto que parece necesitar siempre ser definido antes de ser aplicado o comentado"; y atribuye semejante exigencia al exotismo del discurso estadounidense (2004; www.civilsoc.org/whatisCS.htm). El informe oficial de la Comisión Europea (o sea, de la UE) sobre la sociedad civil, que aspira a "ofrecer una visión concisa del marco de consulta y diálogo con la sociedad civil y otros partidos interesados de la Comisión", le dedicó varias páginas de densa prosa sociológico-burocrática no demasiado clarificadoras (http://ec.europa.eu/civil_society/apgen_en.htm). Mucho más densa todavía, en el peculiar lenguaje de los eurócratas, es la información oficialista ofrecida en http://www.idea.gov.uk/idk/core/page.do?pageId=1. El Carnegie Trust del Reino Unido (http://democracy.carnegieuktrust.org.uk), cuando se plantea directamente la pregunta: ¿qué es la sociedad civil?, responde que las muchas definiciones existentes pueden agruparse en tres categorías: la sociedad civil entendida como la vida asociativa, como la sociedad buena [the ‘good' society], y, finalmente, como "espacios de deliberación pública [arenas for public deliberation"]; un buen indicio de que el centro es probablemente un antro de habermasianos; además, casi al mismo tiempo que escribo esto, ha colgado, el 23 de octubre de 2007, unos informes sobre el futuro de la sociedad civil en el Reino Unido e Irlanda. Un poco más allá en el éter on-line, la Enciclopedia del Marxismo, del Marxist Internet Archive (MIA. Encyclopedia of Marxisme: Glossary of Terms; fuente británica, por la ortografía) vincula, por asociación, las voces "ciudadano" (Citizen, Citoyen, Bürger), "civilización" (Civilisation) y "sociedad civil" (Civil Society). Así, nos explica que, en el argot marxista, civilización alude "a la sociedad de clases, que se sitúa entre la sociedad tribal y la sociedad comunista sin clases del futuro". Además, indica que fue el ilustrado escocés James Boswell quien lo introdujo en el vocabulario de la lengua inglesa en el siglo XVIII, en contraposición a barbarie; no cita, sin embargo, la clásica vinculación germánica - mejor dicho, la yuxtaposición negativa - entre Zivilisation y Kultur. La Enciclopedia del Marxismo asegura que la expresión "sociedad civil" hace referencia "al sistema de relaciones sociales basado en la asociación de gente, independiente del Estado y la familia, que por primera vez apareció en Europa en el siglo XVII". Remacha el clavo aclarando que: "La sociedad civil se caracteriza por el trabajo ‘libre' y un mercado de bienes, por un sistema de aplicación de la ley y por la asociación voluntaria". La etimología conceptual - entre pensadores burgueses - va de Hobbes a Rousseau y culmina en Hegel. Hace alusión a la expresión alemana bürgerliche Gesellschaft, especificando que la definición correcta se encuentra en la carta de Engels a Marx del 23 de septiembre de 1852, pero no menciona el abundante uso germánico del adjetivo zivil, tomado del francés o del inglés, que indica juegos de interacción (http://www.marxists.org/glossary/terms).

Para ir resumiendo, podemos destacar que muchos citan como definición funcional el texto ofrecido por el Centre for Civil Society del London School of Economics (http://www.lse.ac.uk):

"La sociedad civil se refiere a la palestra [arena] de acción colectiva no forzada en torno a intereses, propósitos y valores compartidos. En teoría, sus formas institucionales son diversas de las del Estado, la familia o el mercado, si bien, en la práctica, los límites entre Estado, sociedad civil, familia y mercado son a menudo complejos, borrados o negociados. La sociedad civil, de forma común, abarca una diversidad de espacios, actores y formas institucionales que varían en su grado de formalidad, autonomía y poder. Las sociedades civiles se encuentran con frecuencia pobladas por organizaciones como las de caridad, oficialmente reconocidas, ONG para el desarrollo, organizaciones de mujeres, entidades fundamentadas en la religión, asociaciones profesionales o empresariales, sindicatos, grupos de autoayuda, movimientos sociales, grupos y coaliciones que defienden alguna cuestión en concreto [coalitions and advocacy groups]."


Un glosario: definiciones de andar por casa

Repasemos las ideas. La expresión "sociedad civil" no aparece en los diccionarios, si bien es antigua y de uso habitual: inicialmente, en el siglo XVII, significaba "el conjunto de la cosa pública" (como en la obra de Adam Ferguson, Assaig sobre la història de la societat civil, 1767; traducción Península), pero con la progresiva definición del ámbito estatal y de la representatividad parlamentaria a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, pasó a significar - especialmente del siglo XIX en adelante - el grueso de activos sociales organizados en cualquier ámbito privado fuera del control público, entendido éste como estatal. Así, la sociedad civil englobaría todas las actividades privadas de la sociedad: empresas económicas o financieras, comercio al por mayor y al detalle, asociaciones corporativas o de defensa colectiva, entidades políticas, agrupaciones culturales, organismos de protección mutua, y así sucesivamente. Es posible relacionarlo con la aplicación del Derecho mercantil, que utiliza el término para definir cualquier entidad (sociedad) que se puede constituir sin una forma especial, excepto en el supuesto de que se aporten inmuebles, en cuyo caso se distingue entre sociedades civiles particulares o universales.

El antónimo de "sociedad civil" sería "poder público". Tampoco aparece en los diccionarios, si bien es un término antiguo y de uso habitual. Dado el debate existente entre los historiadores del Derecho, con respecto a si se puede hablar de Estado antes del siglo XIX, he preferido hablar de poder, entendido como público, en especial cuando me refiero a las formas iniciales de representación, por ser un término genérico de mayor antigüedad que cualquier discutida noción de estatalidad. Por tanto, sería lo contrario de sociedad civil.

Frente a los contrarios confrontados - sociedad civil y poder público -, se erigiría una opción sintética, de encuentro:

"cultura cívica", noción acuñada por los politólogos norteamericanos Gabriel Almond y Sidney Verba en su obra La cultura cívica (1963). Recogemos algunas citas para resumir su argumento:

"La cultura democrática o cívica surgió como un modo de cambio cultural ‘económico' y humano. Sigue un ritmo lento y ‘busca el común denominador'. El desarrollo de la cultura cívica en Inglaterra puede ser entendido como el resultado de una serie de choques entre modernización y tradicionalismo, choques con la suficiente violencia como para producir cambios significativos, pero, sin embargo, no tan fuertes o concentrados en el tiempo como para causar desintegración o polarización. [...] Nació así una tercera cultura, ni tradicional ni moderna, pero que participaba de ambas; una cultura pluralista, basada en la comunicación y la persuasión, una cultura de consenso y diversidad, una cultura que permitía el cambio, pero que también lo moderaba. Ésta fue la cultura cívica. Una vez consolidada dicha cultura cívica, las clases trabajadoras podían entrar en el juego político y, a través de un proceso de tanteos, encontrar el lenguaje adecuado para presentar sus demandas y los medios para hacerlas efectivas." (Almond & Verba, La cultura cívica, Madrid, 1970, pp. 23-24).

No es necesario decir que el espacio de continuidad moral apuntado por Almond y Verba no resulta tan original como ellos pretendían. Para comenzar, tenemos la idea de civismo, procedente de la Revolución Francesa (neologismo a partir del latino cives, ciudadano), que indica el conjunto de principios o ideales de la buena ciudadanía. Según el Diccionari de la llengua catalana del Institut d'Estudis Catalans, consistiría en "celo por los intereses y las instituciones de la patria". En inglés, especialmente en Estados Unidos, Civics sería la rama de la ciencia política que trata de los asuntos públicos y de los deberes y derechos de la ciudadanía. Así pues, si el civismo fuese el comportamiento ciudadano, quedan por especificar sus derechos, derechos civiles, de origen norteamericano como civil rights, expresión surgida a raíz de la guerra civil de 1861-1865 para referirse a los derechos garantizados al individuo por las enmiendas 13ª y 14ª a la Constitución de Estados Unidos y por otras leyes aprobadas por el Congreso estadounidense en la misma línea, que se refieren especialmente a la abolición de la servidumbre involuntaria y al tratamiento igualitario respecto a "la vida, la libertad y la propiedad, bajo la protección de la ley", según la fórmula habitual.

También en la primera mitad del siglo XIX, el pensador francés Auguste Comte imaginó un pensamiento positivo, o positivismo, de gran impacto en los países de habla ibérica. En su esquema, las creencias antiguas serían superadas por una religión cívica, que concretamente se denominaría "sociología". Bien mirado, fue una evocación no demasiado alejada de lo que, un siglo más tarde, sería la función del pensamiento marxista-leninista en los sistemas comunistas, hoy en día, por lo general, de capa caída. En el presente, "religión cívica" no pasa de ser un tecnicismo utilizado por los historiadores del republicanismo para describir las liturgias, festividades, pasos y otras expresiones de veneración a un culto a la razón o al racionalismo, con un sentido explícito anticlerical. Se emplea desde la Revolución Francesa, a partir del intento jacobino de establecer una devoción revolucionaria a la diosa de la Razón en sustitución del catolicismo, definido éste como contrarrevolucionario. A lo largo del siglo XIX, el ejercicio de una religión cívica se convirtió en una característica de la izquierda radical democrática y del obrerismo, con expresiones de fidelidad a una tradición revolucionaria o al predominio del poder público progresista - es decir, idealmente, en manos revolucionarias - sobre formas reaccionarias de religiosidad, supuestamente opuestas al progreso.

Más allá de la mera subjetividad ciudadana, de la cultura cívica o el civismo, hay otro componente del buen comportamiento: la falta de corrupción y, por tanto, la eficacia de los servicios públicos. El "servicio civil" - del inglés civil service - fue originariamente una expresión británica, que se extendió luego a Estados Unidos, para caracterizar al personal no militar de la administración pública (o, más estrictamente a los que no forman parte no ya de la marina o el ejército, sino tampoco del cuerpo de legisladores ni de la judicatura); contrasta, por su tono, con el galicismo negativo "burocracia". La palabra tiene su origen en los administradores no militares de la Compañía de las Indias Orientales británica. La implicación de civil service sería la meritocracia (del inglés merit system), ya que, desde la segunda mitad del siglo XIX, se supone que las plazas se ganan mediante exámenes públicos y no por favoritismo o nepotismo.

Desde este punto de vista, los servicios empresariales, aunque son meramente privados, tendrían el mismo criterio de mérito, ya que, con un enfoque derivado de Bentham y el utilitarismo, se supone que las "fuerzas del mercado" impondrían "el mejor beneficio para el mayor número", en la medida en que el tratamiento de calidad inferior que supusiese el mismo coste que el superior resultaría expulsado del mercado. Sería bueno, si así fuese.

Para hacer un balance, podemos constatar que la noción de "sociedad civil" fue menospreciada en los largos años de estatolatría - la adoración del Estado como impulso decisivo de todo - que dominaron el siglo XX. Así fue, al menos, hasta que el abrupto giro político de Thatcher (primera ministra británica, 1979-1990) y Reagan (presidente norteamericano, 1981-1989) y la correspondiente respuesta aperturista de Gorbachov (dirigente soviético, 1985-1991), al abandonar la expansión del Estado asistencial o Welfare State tal como se había desarrollado desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, edificado sobre los fundamentos del frentepopulismo (y, aunque nadie lo admitiera, también del fascismo), o, en otras palabras, el bagaje conceptual de entreguerras (1919-1939), las lecciones de la Primera Gran Guerra (1914- 1918) y de la Gran Depresión (1929-1939). El cambio de los criterios de los años ochenta fue incontenible, como acabó por demostrar el colapso de la Unión Soviética, entre 1989 y 1991 y, por extensión, del movimiento comunista internacional después de 1992. Y semejante cambio supuso la nueva revalorización internacional de la expresión "sociedad civil".

El cambio de los años ochenta significaba apartarse del protagonismo del Estado en el desarrollo de los recursos y, por extensión, de la relación entre mejores servicios públicos y ascenso social mediante plazas burocráticas, que se justificaba por su intención de hacer llegar el bienestar a los ámbitos sociales especialmente pobres más allá de los intereses de cualquier inversor de mercado; una acción estatal realizada a expensas de cualquier ámbito que se interpusiera en su camino (como la sociedad civil en cualquiera de sus definiciones). La estatolatría (adoración del Estado, un término de la sociología católica) reveló de una forma palmaria su concomitancia con el intervencionismo estatal: se puede ver en la supuesta frase de Lenin en la que afirmaba que "socialismo más electrificación equivale a comunismo", pero también en el eslogan de Mussolini que exigía "todo dentro del Estado, nada fuera del Estado". Es lo que se denomina, con cierto sentido paródico, High Modernity, la alta modernidad (véase James C. Scott, Seeing Like a State, 1998). Ya se intuía que se tendía hacia una "sociedad postindustrial" (Daniel Bell y Alain Touraine), es más, que los parámetros ideológicos de entreguerras no se mantendrían para siempre (de nuevo Bell, en su primer gran trabajo titulado The End of Ideology [1960], copiado en España por Gonzalo Fernández de la Mora).

Continúa...

Fuente: Barcelona Metrópolis

martes, 19 de enero de 2010

La revuelta de los catalanes.

por Antonio Elorza.

"Suele decirse que la tragedia reaparece en la historia como caricatura, pero también en ocasiones la caricatura anticipa la tragedia. Recuerdo una discusión sostenida hace 10 años en Ohio con Rubert de Ventós, donde el filósofo socialista expuso la necesidad de la independencia evocando una serie de rasgos y voluntades de Catalunya, en oposición radical a España. Aprovechando que él mismo había comenzado, a costa de Lenin, rechazando la idea de que un hombre pretendiera sustituirse a un pueblo, le pregunté por qué medios Catalunya se le manifestaba, cuando el independentismo era muy minoritario y la doble identidad catalano-española prevalecía siempre en las encuestas. Desde que la caja de Pandora del nuevo Estatuto ha sido abierta, el recurso a esa sustitución ha crecido exponencialmente. Cualquier observador que ahora descubriera el tema,
pensaría que allí no existen opiniones plurales ni distanciamientos del radicalismo, y que Cataluña es como Eslovenia a la hora de situarse frente al Estado cuya incomprensión, según leemos en "La dignidad de Cataluña", produce entre los catalanes "un creciente hartazgo". "España se resentirá de un recorte", advierte Montilla, convertido en paladín de la identidad política unitaria. El que avisa, no es traidor. ¿O sí?

El riesgo político de semejante actitud resulta innegable, pero casi es más preocupante el sesgo totalista, de imposición desde una parte de la sociedad de un comportamiento y de un discurso unitarios, suprimiendo todo pluralismo. Desde que un partido catalanista pero no-nacionalista, el PSC, cruzara el Rubicón y alineándose con la visión uniforme de Catalunya, desaparecen las posibilidades de un intercambio de ideas y de un debate de proyectos con los sectores catalanes no nacionalistas, y por supuesto con cualquier español que no acepte de entrada en su totalidad lo que "Catalunya" quiere y exige. No existen matices, ni diferenciación de temas. Puedes defender, como es mi caso, que Catalunya es una nación, y que esto legitima demandas de asimetría en la configuración del Estado. Pero si estás en desacuerdo con el principio de bilateralidad, o los posibles privilegios de la financiación, queda cortado el puente aéreo (véase Unzueta). No es que Montilla y los suyos se encuentren en la estratosfera, como dice Guerra; están como los personajes de Juan Marsé "encerrados con un solo juguete". Y esto es pésimo para el conjunto de los españoles, para ellos mismos y para la democracia."

Fuente: El País 16 de enero 2010.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Cambiar el reglamento y echar al árbitro

FÉLIX OVEJERO LUCAS (El País 03 de noviembre de 2009)

Los debates suscitados por la sentencia sobre el Estatuto catalán llevan camino de ocupar más páginas que la sentencia. En lo esencial, pueden reducirse a dos géneros. El primero atañe a los problemas propiamente jurídicos, a lo que dice el Estatuto, a su compatibilidad con la Constitución y, en algún caso, resulte o no compatible, al contenido del Estatuto, porque, conviene decirlo, hay majaderías completamente constitucionales. Una dieta exclusiva de comida basura no está prohibida por la ley máxima.


Los nacionalistas han acudido mil veces al Constitucional cuando no les gustaban las leyes de la mayoría

Podemos discutir el TC, pero de frente, no cuando nos disgusta lo que dice

El otro debate es de principio. No se discute lo que pueda decir el Tribunal Constitucional, sino su legitimidad para decirlo. En Cataluña sucede cada día. Sin ir más lejos, la pasada Diada, Ernest Benach, presidente del Parlament, sostuvo que "el TC no puede cambiar lo dicho en un referéndum". Una más de las diversas declaraciones que contraponen "la voluntad nacional de Cataluña", por utilizar la colosal expresión de Joan Saura, a la interpretación que de la Constitución pudiera hacer el máximo tribunal. La voluntad democrática de los ciudadanos actuales tendría prioridad sobre una Constitución no votada por esos mismos ciudadanos. La democracia, entendida como la voluntad de la mayoría, chocaría con una Constitución que acota el campo de lo que la mayoría puede decidir.

Parecería que estamos ante un ejemplo de una clásica discusión de los filósofos del derecho: el control judicial de las leyes establecidas por los representantes cercenaría la democracia. Por dos razones, al menos. Porque mediante la Constitución una generación limitaría la voluntad de las siguientes: una "tiranía de los muertos", en palabras de Jefferson. Las Constituciones, resultado de la voluntad popular, pondrían trabas a la voluntad popular. Nacidas para asegurar a los ciudadanos sus derechos, impedirían a los ciudadanos decidir el contenido y alcance de sus derechos. El control judicial de constitucionalidad añade a este problema otro: la decisión final quedaría en manos de unas personas, los jueces, carentes de legitimidad democrática directa. No sólo eso. Dada la naturaleza inevitablemente abstracta y con frecuencia vaga del texto constitucional, la labor interpretativa del TC, en realidad, equivaldría a una labor legislativa. Un debate, como se ve, de hilván fino. Está lejos de resolverse pero, en todo caso, conviene insistir en que la tesis democrática, que cuestiona la legitimidad de las llamadas "instituciones contramayoritarias" como el TC, cuenta con poderosos argumentos. Bastante convincentes, a mi parecer.

¿Es éste nuestro caso? Empecemos por la "voluntad nacional de Cataluña". Un poco de historia, que no empiece hace 10 minutos, nos remite, antes que a otra cosa, a la "voluntad de los políticos catalanes". La idea de un nue

-vo Estatuto es cosa suya. De siempre. Por sus pactos de aquella hora o por lo que fuera, Pujol ya reclamaba su reforma en el instante siguiente a la aprobación del anterior. Cada vez que se acercaban las elecciones. Luego se olvidaba. Era su manera de mantener la tensión política, la letanía del victimismo y de la reclamación permanente insatisfecha, la identidad misma del nacionalismo. Naturalmente, no iba en serio. Como tampoco iba en serio Mas en octubre del 2002, cuando, sobre el horizonte de las autonómicas del año siguiente, volvió a repetir la misma cantinela, esta vez bajo la decoración de un "nuevo" Estatuto. Apenas un par de semanas antes, en el Parlament, ante una propuesta de Carod de reforma del Estatut, Pujol había silbado, alegando que en ese momento era "inviable" y "crearía frustraciones". Por supuesto, volvió a repetir, la próxima legislatura ya sería otra cosa.

Para desnudar sus intenciones, y a sabiendas de que el PP y CiU no iban a complicarse mutuamente la vida, PSC, ERC e IC recordaron a Pujol y a Mas que no hacía falta esperar a las elecciones. Maragall insistía en que con el PSOE en Madrid las cosas serían bien diferentes, que entonces sí se podría "cumplir el proyecto catalán y el de todos y cada uno de los pueblos de España, comenzando por el vasco" (EL PAÍS, 24 de octubre de 2002). Muy bonito pero, con las perspectivas electorales de aquellas horas, simple fantasía. A sabiendas. Y es que todos estaban convencidos de que el PP ganaría y, sobre ese trasfondo, el nuevo Estatuto no era más que un entretenimiento electoral. CiU pedía el cielo, el mismo de siempre; eso sí, para después de las elecciones. También como siempre. Y los otros, lo mismo, pero antes, para dejar a cada cual en su sitio, y porque, a qué engañarse, no daban un duro por Zapatero. Acabadas las elecciones, las cosas volverían a donde estaban.

Nadie creía entonces que el juguete iba a durar mucho más. Porque, a pesar de vivir en el eco de su propia voz, ni los más trastornados ignoraban que tampoco esta vez la vida de verdad se rozaba con sus entretenimientos. Ramoneda lo escribía en aquellos días aquí mismo: "Los catalanes están mucho más preocupados por el trabajo, por las pensiones, por la seguridad, por la inmigración, por la vivienda, por la carestía de la vida, por la sanidad y, en determinados momentos, por el terrorismo (...). Sin embargo, el principal debate que entretiene a la clase política catalana es la reforma del Estatuto (...). Se entiende por parte de la coalición nacionalista gobernante (...). Tampoco es extraño que Esquerra juegue esta carta (...). Es, sin embargo, difícil de comprender que entre al trapo el PSC. ¿A estas alturas todavía, de verdad, creen que necesitan competir en nacionalismo con Convergència i Unió?". En resumen, voluntad de la clase política.

La temperatura de "la voluntad nacional" la tomaba una investigación realizada por diversas universidades: entre las autonomías investigadas tan sólo los andaluces se sentían más satisfechos con su nivel de autonomía. A comienzos de 2003, según el CIS, tener un mayor grado de autogobierno sólo preocupaba al 3,9% de los catalanes. Resultados que no se vieron desmentidos tres años más tarde, cuando, después de una campaña de propaganda sostenida y atosigante, lo que se presentaba como la respuesta a las demandas del pueblo catalán recibió el refrendo, sobre el total del censo, del 35% de los ciudadanos, con una participación de menos de la mitad de los ciudadanos, una cifra inferior a la de las elecciones en plena guerra en Afganistán. Por situarnos.

Sencillamente aquí no hay voluntad democrática enfrentada a la Constitución. Pero no sólo por los esmirriados resultados, sino por razones más fundamentales. No tiene sentido alguno apelar a la democracia, a la mayoría, para contraponer la voluntad de una parte de la comunidad política, los ciudadanos catalanes, a la Constitución, que atañe al conjunto de la comunidad política. Lo mismo vale, con más razón, para el Parlament, que, por lo demás, no ha votado el actual texto. Si acaso, si somos serios al apelar a la democracia, la comunidad relevante, la mayoría a contraponer al TC tendría que ser el conjunto de los españoles. Dicho de otro modo, un refrendo nacional favorable a Estatuto sí que permitiría invocar a la democracia.

Cuando estas cosas se recuerdan, la argumentación rápidamente cambia de montura, se descabalga de la apelación a la democracia, y se acuerda de "las reglas", del procedimiento. Pero, claro, el procedimiento, las reglas nos conducen al TC. Lo que no se puede es descalificar lo que, en singular expresión, se llaman "tecnicismos jurídicos" y, cuando flaquea la democracia, cuando votan cuatro y el cabo, invocar los procedimientos y decir "¡ah, bueno, pero ésas son las reglas!". Una consideración a tener en cuenta también cuando se recurre a un argumento más atendible: la votación del Parlamento español, tampoco clamorosa, por lo demás; en el Senado, por los pelos. Y es que esa votación, como bien lo sabían los parlamentarios, no era una votación final. Todos conocían que quedaba el paso por el TC. Ése era exactamente su voto: un sí, que sabía que no era la última palabra. Los primeros que lo sabían eran los nacionalistas, que han acudido mil veces al TC, cuando no les gustaban las leyes de la mayoría. Con ese reglamento llevan jugando años. Lo que no vale es querer cambiarlo a mitad del partido y echar al árbitro para que cambie el resultado. Podemos discutir el TC, pero de frente, no cuando nos disgusta lo que dice. Pero, francamente, no creo que los nacionalistas, confesos o vergonzantes, estén muy dispuestos a jugar en serio a la democracia.