MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
El País, 14 / 9 / 1993
Con motivo de la muerte del ex alcalde franquista de Barcelona José María de Porcioles, las principales autoridades democráticas de la ciudad y de Cataluña asistieron a los funerales en una iglesia del Opus Dei, como era natural, dado que en la persona de José María de Porcioles se daban las características del franquismo ex catalanista que hizo del Opus Dei la nueva fuerza defensiva y modernizadora del régimen legitimado por la victoria en la sublevación militar de julio de 1936. De hecho, la modernización de España, es decir, su evolución como país neocapitalista homologado, la inició el Opus Dei y algún día le será reconocido por alguno de los actuales dirigentes demócratas y al más alto nivel. El protocolo es el protocolo y como un acto protocolario hubiera quedado la complicidad de las autoridades democráticas catalanas en un acto religioso, de no haber hablado el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, glosando la catalanidad posibilista de Porcioles y situándola por encima de otros catalanistas que, compartan o no sus idearios, tienen un claro pasado de luchadores antifranquistas, es decir, antifascistas. No creo que el señor Maragall se pasara, como han precisado algunos de sus antagonistas políticos, sino que cada vez es más coherente con una etnia social que finalmente asume su identidad y pasa a una cierta operación de limpieza étnica de las culturas resistenciales. Respetar a Porcioles en el momento de morir me parece positivo, puesto que no fue un matarife del franquismo, y yo me he negado estos días a dar mi opinión sobre el personaje para no violar ese código, no escrito y tan español, de dejar en paz a los muertos. Otra cosa es revalorizarlo, poniendo, no ya en entredicho, sino, implícitamente, negando la acción de los resistentes democráticos que hicieron de su oposición al porciolismo plataforma de negación del franquismo que representaba y denuncia de las manos casi secretas sobre la ciudad. Es decir, si Porcioles ha sido tan positivo para Barcelona y la catalanidad, que caiga el peso de la sanción histórica más condenatoria sobre los que le cuestionaron y le crearon dificultades para ultimar su preclaro proyecto. Reivindiquemos a Porcioles, que ya le llegará el turno a Franco.
Se está fraguando en España una nueva etnia mal llamada por algunos beautiful people, en un exceso de barbarismo modernizador, porque nuestra cultura ya tiene una palabra acuñada hace más de ua siglo para llamarla. Son los señoritos y no me refiero a los señoritos ociosos, rentistas y latifundistas o hijos de papá del pasado, sino a los que tratan de asumir el papel de una élite de sabios gestionadores, déspotas ilustrados que cada vez soportan menos los lastres ideologizadores que en su día, incluso, pudieron asumir. La dialéctica de la situación les pudo desvincular de sus intereses y conexiones naturales de etnia, como elementos descontentos de la clase media que creyeron compartir los intereses de las clases oprimidas. Algunos incluso cayeron en el extremismo, enfermedad adolescente, y se adaptaron al riesgo de confundir sus aspiraciones individualistas de actuación romántica y moralidad utópica, con objetivos revolucionarios extremos. De nuevo, la dialéctica de la situación serviría para explicar cómo han vuelto poco a poco a casa, y en la situación de crisis, no ya de las ideologías, sino de las alternativas, han hecho del pragmatismo y del elitismo técnico su divisa. De hecho, Maragall ha asumido la Gran Barcelona, el proyecto de Porcioles, no porque coincida exactamente con su ideal urbanístico original, sino por mandato genético: el estamento social es origen y fin y se ha hecho una Barcelona tal como la había pretendido la burguesía novecentista, cómplice en el fusilamiento de Ferrer Guardia y en parte mecenas del golpe franquista; burguesía que estuvo en condiciones de, pragmáticamente, negarse a publicar a tiempo un artículo de Joan Maragall en el que pedía perdón para el presunto inspirador de una de las tendencias culturales dominantes en la clase obrera catalana de su tiempo.
Y para no centrar el fenómeno de la limpieza étnica en el caso Pasqual Maragall, frecuentemente, en estas páginas de opinión, sociólogos que prefieren los movimientos sociales como naturalezas muertas de las que poder sacar conclusiones estadísticas se han expresado en contra de todo atisbo de cultura cuestionadora de la inevitabilidad de la situación, y han arremetido cpntra el único movimiento social realmente existente, los sindicatos, porque es el principal obstáculo para conseguir la limpieza étnica perseguida por los nuevos señoritos. Es lógico que a la cabeza de esta filosofía figuren señoritos neoliberales confesos y confusos, que exigen a las izquierdas que se pongan de rodillas y pidan perdón por haberles creado problemas de conciencia cuando ellos eran simplemente resistentes pusilánimes bajo palabra de honor. Es lógico que el señor Aznar ahora se vanaglorie de no haber sido nunca, nunca, un joven de izquierdas, porque... ya se ha visto. Al lado de estos ejemplares étnicos más coherentes, aparecen terribles ex revolucionarios de octubre de 1917 o de mes de mayo que a veces prolongaron su exilio étnico hasta junio. Puede sorprender que el fundamental palo de este pajar sea el propio presidente del Gobierno, que es un desorientado étnico converso, convenientemente asistido por proveedores de ideología de la Moncloa, que proceden, casi sin excepciones, de aquellas capas medias que generaron algunos vástagos transitoriamente desafectos, pero que están ya en el correcto camino de modernizar el sistema y garantizar la hegemonia de la etnia.
El lenguaje puede acudir en su ayuda y refugiarlos en el confuso magma de la sociedad emergente, económica, cultural, política, socialmente hegemónica, en condiciones de crear muy graves condiciones de desidentificación y desorientación histórica a los objetiva o subjetivamente no emergentes, que irán en aumento, así en el Norte como en el Sur. En la marcha de ese rodillo desidentificador y desorientador sólo se opone en estas latitudes del sub-Norte un obstáculo serio, el movimiento sindical, y es lógico que reciba un tratamiento especial de hostigamiento antes de poder emitir el último parte, que como todos los últímos partes, empezaría por el "cautivo y desarmado...". Siempre cautivo y desarmado, porque a lo que se va es a fijar unas relaciones de dominación modernizadas y a un desarme de finalidad del antagonista social que sería absoluto, ideal, es decir, perfecto, si ese antagonista perdiera toda idea de finalidad diferenciada de la etnia dominante, como sólo es perfecto aquel crimen que no se sabe si ha sido cometido.
La operación puede ser fina o burda y lamento que Pasqual Maragall no haya estado a la altura de los sociólogos oficiosos al reivindicar una parte de la peor memoria de Barcelona y Cataluña, la del colaboracionismo con quienes negaban el derecho a la identidad de todo lo vencido en la guerra civil, y sólo pedían limosnas al dictador y piedad para la Cataluña equivocada. Alguien dijo que la guerra civil la ganaron, finalmente, el Rey y la democracia. No. La han ganado los señoritos.
Se está fraguando en España una nueva etnia mal llamada por algunos beautiful people, en un exceso de barbarismo modernizador, porque nuestra cultura ya tiene una palabra acuñada hace más de ua siglo para llamarla. Son los señoritos y no me refiero a los señoritos ociosos, rentistas y latifundistas o hijos de papá del pasado, sino a los que tratan de asumir el papel de una élite de sabios gestionadores, déspotas ilustrados que cada vez soportan menos los lastres ideologizadores que en su día, incluso, pudieron asumir. La dialéctica de la situación les pudo desvincular de sus intereses y conexiones naturales de etnia, como elementos descontentos de la clase media que creyeron compartir los intereses de las clases oprimidas. Algunos incluso cayeron en el extremismo, enfermedad adolescente, y se adaptaron al riesgo de confundir sus aspiraciones individualistas de actuación romántica y moralidad utópica, con objetivos revolucionarios extremos. De nuevo, la dialéctica de la situación serviría para explicar cómo han vuelto poco a poco a casa, y en la situación de crisis, no ya de las ideologías, sino de las alternativas, han hecho del pragmatismo y del elitismo técnico su divisa. De hecho, Maragall ha asumido la Gran Barcelona, el proyecto de Porcioles, no porque coincida exactamente con su ideal urbanístico original, sino por mandato genético: el estamento social es origen y fin y se ha hecho una Barcelona tal como la había pretendido la burguesía novecentista, cómplice en el fusilamiento de Ferrer Guardia y en parte mecenas del golpe franquista; burguesía que estuvo en condiciones de, pragmáticamente, negarse a publicar a tiempo un artículo de Joan Maragall en el que pedía perdón para el presunto inspirador de una de las tendencias culturales dominantes en la clase obrera catalana de su tiempo.
Y para no centrar el fenómeno de la limpieza étnica en el caso Pasqual Maragall, frecuentemente, en estas páginas de opinión, sociólogos que prefieren los movimientos sociales como naturalezas muertas de las que poder sacar conclusiones estadísticas se han expresado en contra de todo atisbo de cultura cuestionadora de la inevitabilidad de la situación, y han arremetido cpntra el único movimiento social realmente existente, los sindicatos, porque es el principal obstáculo para conseguir la limpieza étnica perseguida por los nuevos señoritos. Es lógico que a la cabeza de esta filosofía figuren señoritos neoliberales confesos y confusos, que exigen a las izquierdas que se pongan de rodillas y pidan perdón por haberles creado problemas de conciencia cuando ellos eran simplemente resistentes pusilánimes bajo palabra de honor. Es lógico que el señor Aznar ahora se vanaglorie de no haber sido nunca, nunca, un joven de izquierdas, porque... ya se ha visto. Al lado de estos ejemplares étnicos más coherentes, aparecen terribles ex revolucionarios de octubre de 1917 o de mes de mayo que a veces prolongaron su exilio étnico hasta junio. Puede sorprender que el fundamental palo de este pajar sea el propio presidente del Gobierno, que es un desorientado étnico converso, convenientemente asistido por proveedores de ideología de la Moncloa, que proceden, casi sin excepciones, de aquellas capas medias que generaron algunos vástagos transitoriamente desafectos, pero que están ya en el correcto camino de modernizar el sistema y garantizar la hegemonia de la etnia.
El lenguaje puede acudir en su ayuda y refugiarlos en el confuso magma de la sociedad emergente, económica, cultural, política, socialmente hegemónica, en condiciones de crear muy graves condiciones de desidentificación y desorientación histórica a los objetiva o subjetivamente no emergentes, que irán en aumento, así en el Norte como en el Sur. En la marcha de ese rodillo desidentificador y desorientador sólo se opone en estas latitudes del sub-Norte un obstáculo serio, el movimiento sindical, y es lógico que reciba un tratamiento especial de hostigamiento antes de poder emitir el último parte, que como todos los últímos partes, empezaría por el "cautivo y desarmado...". Siempre cautivo y desarmado, porque a lo que se va es a fijar unas relaciones de dominación modernizadas y a un desarme de finalidad del antagonista social que sería absoluto, ideal, es decir, perfecto, si ese antagonista perdiera toda idea de finalidad diferenciada de la etnia dominante, como sólo es perfecto aquel crimen que no se sabe si ha sido cometido.
La operación puede ser fina o burda y lamento que Pasqual Maragall no haya estado a la altura de los sociólogos oficiosos al reivindicar una parte de la peor memoria de Barcelona y Cataluña, la del colaboracionismo con quienes negaban el derecho a la identidad de todo lo vencido en la guerra civil, y sólo pedían limosnas al dictador y piedad para la Cataluña equivocada. Alguien dijo que la guerra civil la ganaron, finalmente, el Rey y la democracia. No. La han ganado los señoritos.
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