viernes, 6 de noviembre de 2009

Cambiar el reglamento y echar al árbitro

FÉLIX OVEJERO LUCAS (El País 03 de noviembre de 2009)

Los debates suscitados por la sentencia sobre el Estatuto catalán llevan camino de ocupar más páginas que la sentencia. En lo esencial, pueden reducirse a dos géneros. El primero atañe a los problemas propiamente jurídicos, a lo que dice el Estatuto, a su compatibilidad con la Constitución y, en algún caso, resulte o no compatible, al contenido del Estatuto, porque, conviene decirlo, hay majaderías completamente constitucionales. Una dieta exclusiva de comida basura no está prohibida por la ley máxima.


Los nacionalistas han acudido mil veces al Constitucional cuando no les gustaban las leyes de la mayoría

Podemos discutir el TC, pero de frente, no cuando nos disgusta lo que dice

El otro debate es de principio. No se discute lo que pueda decir el Tribunal Constitucional, sino su legitimidad para decirlo. En Cataluña sucede cada día. Sin ir más lejos, la pasada Diada, Ernest Benach, presidente del Parlament, sostuvo que "el TC no puede cambiar lo dicho en un referéndum". Una más de las diversas declaraciones que contraponen "la voluntad nacional de Cataluña", por utilizar la colosal expresión de Joan Saura, a la interpretación que de la Constitución pudiera hacer el máximo tribunal. La voluntad democrática de los ciudadanos actuales tendría prioridad sobre una Constitución no votada por esos mismos ciudadanos. La democracia, entendida como la voluntad de la mayoría, chocaría con una Constitución que acota el campo de lo que la mayoría puede decidir.

Parecería que estamos ante un ejemplo de una clásica discusión de los filósofos del derecho: el control judicial de las leyes establecidas por los representantes cercenaría la democracia. Por dos razones, al menos. Porque mediante la Constitución una generación limitaría la voluntad de las siguientes: una "tiranía de los muertos", en palabras de Jefferson. Las Constituciones, resultado de la voluntad popular, pondrían trabas a la voluntad popular. Nacidas para asegurar a los ciudadanos sus derechos, impedirían a los ciudadanos decidir el contenido y alcance de sus derechos. El control judicial de constitucionalidad añade a este problema otro: la decisión final quedaría en manos de unas personas, los jueces, carentes de legitimidad democrática directa. No sólo eso. Dada la naturaleza inevitablemente abstracta y con frecuencia vaga del texto constitucional, la labor interpretativa del TC, en realidad, equivaldría a una labor legislativa. Un debate, como se ve, de hilván fino. Está lejos de resolverse pero, en todo caso, conviene insistir en que la tesis democrática, que cuestiona la legitimidad de las llamadas "instituciones contramayoritarias" como el TC, cuenta con poderosos argumentos. Bastante convincentes, a mi parecer.

¿Es éste nuestro caso? Empecemos por la "voluntad nacional de Cataluña". Un poco de historia, que no empiece hace 10 minutos, nos remite, antes que a otra cosa, a la "voluntad de los políticos catalanes". La idea de un nue

-vo Estatuto es cosa suya. De siempre. Por sus pactos de aquella hora o por lo que fuera, Pujol ya reclamaba su reforma en el instante siguiente a la aprobación del anterior. Cada vez que se acercaban las elecciones. Luego se olvidaba. Era su manera de mantener la tensión política, la letanía del victimismo y de la reclamación permanente insatisfecha, la identidad misma del nacionalismo. Naturalmente, no iba en serio. Como tampoco iba en serio Mas en octubre del 2002, cuando, sobre el horizonte de las autonómicas del año siguiente, volvió a repetir la misma cantinela, esta vez bajo la decoración de un "nuevo" Estatuto. Apenas un par de semanas antes, en el Parlament, ante una propuesta de Carod de reforma del Estatut, Pujol había silbado, alegando que en ese momento era "inviable" y "crearía frustraciones". Por supuesto, volvió a repetir, la próxima legislatura ya sería otra cosa.

Para desnudar sus intenciones, y a sabiendas de que el PP y CiU no iban a complicarse mutuamente la vida, PSC, ERC e IC recordaron a Pujol y a Mas que no hacía falta esperar a las elecciones. Maragall insistía en que con el PSOE en Madrid las cosas serían bien diferentes, que entonces sí se podría "cumplir el proyecto catalán y el de todos y cada uno de los pueblos de España, comenzando por el vasco" (EL PAÍS, 24 de octubre de 2002). Muy bonito pero, con las perspectivas electorales de aquellas horas, simple fantasía. A sabiendas. Y es que todos estaban convencidos de que el PP ganaría y, sobre ese trasfondo, el nuevo Estatuto no era más que un entretenimiento electoral. CiU pedía el cielo, el mismo de siempre; eso sí, para después de las elecciones. También como siempre. Y los otros, lo mismo, pero antes, para dejar a cada cual en su sitio, y porque, a qué engañarse, no daban un duro por Zapatero. Acabadas las elecciones, las cosas volverían a donde estaban.

Nadie creía entonces que el juguete iba a durar mucho más. Porque, a pesar de vivir en el eco de su propia voz, ni los más trastornados ignoraban que tampoco esta vez la vida de verdad se rozaba con sus entretenimientos. Ramoneda lo escribía en aquellos días aquí mismo: "Los catalanes están mucho más preocupados por el trabajo, por las pensiones, por la seguridad, por la inmigración, por la vivienda, por la carestía de la vida, por la sanidad y, en determinados momentos, por el terrorismo (...). Sin embargo, el principal debate que entretiene a la clase política catalana es la reforma del Estatuto (...). Se entiende por parte de la coalición nacionalista gobernante (...). Tampoco es extraño que Esquerra juegue esta carta (...). Es, sin embargo, difícil de comprender que entre al trapo el PSC. ¿A estas alturas todavía, de verdad, creen que necesitan competir en nacionalismo con Convergència i Unió?". En resumen, voluntad de la clase política.

La temperatura de "la voluntad nacional" la tomaba una investigación realizada por diversas universidades: entre las autonomías investigadas tan sólo los andaluces se sentían más satisfechos con su nivel de autonomía. A comienzos de 2003, según el CIS, tener un mayor grado de autogobierno sólo preocupaba al 3,9% de los catalanes. Resultados que no se vieron desmentidos tres años más tarde, cuando, después de una campaña de propaganda sostenida y atosigante, lo que se presentaba como la respuesta a las demandas del pueblo catalán recibió el refrendo, sobre el total del censo, del 35% de los ciudadanos, con una participación de menos de la mitad de los ciudadanos, una cifra inferior a la de las elecciones en plena guerra en Afganistán. Por situarnos.

Sencillamente aquí no hay voluntad democrática enfrentada a la Constitución. Pero no sólo por los esmirriados resultados, sino por razones más fundamentales. No tiene sentido alguno apelar a la democracia, a la mayoría, para contraponer la voluntad de una parte de la comunidad política, los ciudadanos catalanes, a la Constitución, que atañe al conjunto de la comunidad política. Lo mismo vale, con más razón, para el Parlament, que, por lo demás, no ha votado el actual texto. Si acaso, si somos serios al apelar a la democracia, la comunidad relevante, la mayoría a contraponer al TC tendría que ser el conjunto de los españoles. Dicho de otro modo, un refrendo nacional favorable a Estatuto sí que permitiría invocar a la democracia.

Cuando estas cosas se recuerdan, la argumentación rápidamente cambia de montura, se descabalga de la apelación a la democracia, y se acuerda de "las reglas", del procedimiento. Pero, claro, el procedimiento, las reglas nos conducen al TC. Lo que no se puede es descalificar lo que, en singular expresión, se llaman "tecnicismos jurídicos" y, cuando flaquea la democracia, cuando votan cuatro y el cabo, invocar los procedimientos y decir "¡ah, bueno, pero ésas son las reglas!". Una consideración a tener en cuenta también cuando se recurre a un argumento más atendible: la votación del Parlamento español, tampoco clamorosa, por lo demás; en el Senado, por los pelos. Y es que esa votación, como bien lo sabían los parlamentarios, no era una votación final. Todos conocían que quedaba el paso por el TC. Ése era exactamente su voto: un sí, que sabía que no era la última palabra. Los primeros que lo sabían eran los nacionalistas, que han acudido mil veces al TC, cuando no les gustaban las leyes de la mayoría. Con ese reglamento llevan jugando años. Lo que no vale es querer cambiarlo a mitad del partido y echar al árbitro para que cambie el resultado. Podemos discutir el TC, pero de frente, no cuando nos disgusta lo que dice. Pero, francamente, no creo que los nacionalistas, confesos o vergonzantes, estén muy dispuestos a jugar en serio a la democracia.

viernes, 16 de octubre de 2009

Libertad individual, un espacio sagrado.

"Cualquiera sea la teoría que adoptemos sobre el fundamento de la unión social y sean cualesquieras las instituciones bajo las cuales vivamos, hay alrededor de cada ser humano considerado individualmente un círculo en el que no debe permitirse que penetre ningún gobierno, sea de una persona, de cuantas o de muchas;

Hay una parte de la vida de toda persona que ha llegado a la edad de la discreción, en la que la individualidad de esa persona debe reinar sin control de ninguna clase, ya sea de otro individuo o de la colectividad.

Nadie que profese el más pequeño respeto por la libertad o la dignidad humana pondrá en duda que hay o debe haber en la existencia de todo ser humano un espacio que debe ser sagrado para toda intrusión autoritaria"

John Stuart Mill (1806-1873)
Principios de Economía Política

viernes, 2 de octubre de 2009

Zenón el estoico; Una Ley para todos.


"No deberíamos vivir en estados o poblaciones divididas y cada uno con su derecho, sino creer que todos los hombres son nuestros compatriotas y conciudadanos; no debería haber más que una forma de vida y un orden estatal, del mismo modo que un rebaño común se cría según una misma ley"

Zenón de Citio (334 a.c. - 260 a.c.)
Politeia

lunes, 28 de septiembre de 2009

La Cataluña feudal

ESTHER VERA

Como está casi todo inventado, vayamos a los sistemas políticos clásicos: las democracias anglosajonas. A pesar de sus muchas imperfecciones y aparatosos defectos, las mejores democracias comparten algunos conceptos: contrapesos del poder (checks and balances), rendimiento de cuentas (accountability) y la meritocracia como método preferido de selección de personal.

Una democracia y una economía sólidas sólo pueden basarse en la meritocracia, en las élites que lo son por capacidad y esfuerzo

El latrocinio confesado por Fèlix Millet y algunos familiares y amigos en el Palau de la Música pone en evidencia algo que ya sabíamos: esto no es América.

El escándalo del Palau deja en evidencia la precariedad de nuestros mecanismos de control institucional, la falta de supervisión de las cuentas públicas a pesar de las numerosas instituciones existentes para fiscalizarlas, la poca asunción de responsabilidades cuando se pone de manifiesto el incumplimiento de nuestra función, y un sistema de élites feudal.

La Sindicatura de Cuentas realizó su última auditoría al Palau de la Música y las instituciones que lo rodean en el año 2000. El informe se elaboró en 2002 y llegó al Parlament en febrero de 2003. Según el Síndic, no se actuó por falta de recursos económicos y no se verificó con posterioridad si sus indicaciones se cumplían. Ninguna de las administraciones que tan generosamente habían financiado el Palau había detectado irregularidades. Tampoco los numerosos patronos.

El consejero de Cultura admite "ingenuidad", el consejero de Economía pide a Millet "dignidad" y que devuelva la Creu de Sant Jordi -al consorcio se le aportaron 1,6 millones de euros en 2007 y 2008, y a la fundación 30.000 euros-, y Josep Piqué se confiesa "decepcionado" con esa cara de susto que se les ha quedado a patronos, amigos y familiares que no vieron nada en décadas.

¿Hubiera sido posible no detectar el gran fraude si Fèlix Millet no formara parte del Partenón social catalán, de la Cataluña feudal que hereda cargos, prebendas y respetabilidad pública?, ¿si Millet no fuera puro Gotha local?

En libro L'oasi català, Andreu Farràs y Pere Cullell hablaban de las cien familias que se reparten el poder. Una idea compartida por el propio Fèlix Millet Tusell, que les decía a los autores: "Somos unos cuatrocientos y siempre somos los mismos", citando como lugares de encuentro el Orfeó Català, el Círculo del Liceo, la tribuna del FC Barcelona y La Caixa.

Los mismos desde el colegio (antes Virtèlia o Jesuitas), pasando por el club deportivo, el lugar de veraneo y el consejo de administración.

Millet había simultaneado sus cargos en el Palau con su presencia en una quincena de fundaciones culturales, empresariales y deportivas. Fue Josep Lluís Núñez, necesitado de pedigrí, quien le pidió que se incorporara a la junta para llevar adelante la Fundación del FC Barcelona y allí continuó Millet con Joan Gaspart a pesar de haberse presentado en la candidatura de Bassat. ¿Quién no iba a aprovechar el centro negocios y contactos que representa la entrada a tribuna?

¿Por qué acudió Núñez a Millet? Por su pata negra catalanista. A Fèlix Millet Maristany, padre del Millet ahora en apuros, el Generalísimo le llamaba el catalán cuando era el presidente del Banco Popular durante el franquismo. Como presidente del Orfeó, Millet Maristany protagonizó algunas de las páginas más significativas de la reivindicación catalanista durante la dictadura. Els fets del Palau tuvieron como consecuencia el consejo de guerra a Jordi Pujol. Fèlix Millet tiene dos hermanos: Joan, que fue consejero de Banca Catalana con Jordi Pujol, y Xavier, candidato de CiU en 1979 a la alcaldía de Barcelona en las primeras elecciones municipales, cuando Pujol lo colocó como candidato salomónico entre Ramon Trias Fargas y Miquel Roca.

Al sector castellanohablante de las cien familias pertenece Esther Tusquets, que en jugosas anécdotas explica bien el peso de las relaciones sociales barcelonesas y el ambiente de los que habían ganado la guerra, en su biografía juvenil. Su apellido también aparece colateralmente en el escándalo del Palau.

Su hermano Óscar ha tenido durante años una estrecha relación con Millet. Algunos arquitectos de su despacho han estado trabajando permanentemente en grandes o pequeños proyectos públicos o privados relacionados con el Palau. La reforma de 1989 se proyectó inicialmente en nueve millones, aunque en la facturación oficial de 2004 llegó a 24. Tusquets asegura que sólo facturó por 12.

Una democracia y una economía sólidas sólo pueden basarse en la meritocracia, en las élites que lo son por el mérito, la inteligencia, la capacidad y el esfuerzo. Lo demás es feudalismo.

El País 24/09/2009

martes, 19 de mayo de 2009

Rawls; Libertad igual para todos.


“Sólo puede tolerarse aquello que sea compatible con el principio de libertad igual para todos”

John Rawls

martes, 10 de marzo de 2009

La Cataluña virtual de Thierry Henry.

por Antonio Robles.

La desafección de los ciudadanos a la política o, si quieren, su sensación de que los políticos no son consecuentes con sus promesas (66,6%, según el CEO, cree que «los políticos buscan el beneficio propio»), es un problema de cualquier democracia, también de la española.

En Cataluña, además, se añade al rosario de incumplimientos, la obsesión por sustituir la realidad común de los mortales por otra virtual, impuesta por una hegemonía parlamentaria, gubernamental y cultural, y transmitida por sus medios de comunicación públicos y buena parte de los privados subvencionados. El resultado es una falsificación de la percepción de la realidad por parte del ciudadano. Me explico: cualquiera que se pierda por el Parlament, por TV3 o por alguna de las consejerías del Gobierno, lo primero que percibe es que todo parece gestionarse como si fuéramos un Estado frustrado. España flota como un cuerpo extraño del que nos hemos de desembarazar. Nadie parece sentir apego, cercanía o simpatía por ella. E incide sobre la realidad. Thierry Henry la ha retratado fielmente: «Cataluña no es España»; y ha añadido al día siguiente: «No es una opinión, lo he visto». No miente, ni manipula, transmite lo que percibe en el ambiente publicado o forzado en el entorno del Barça, de Joan Laporta.

Sin embargo, más allá de esa atmósfera forzada y superficial, cuando las encuestan (CEO) nos acercan a la realidad corriente de la calle, vemos que sólo existe un 17,5% de ciudadanos que se sienten únicamente catalanes, e incluso no todos ellos pretenden un Estado propio (un 16,1%).

En Cataluña, la acción política y los medios de comunicación como correa de transmisión de aquélla, recrean las quimeras nacionalistas para hacerlas pasar por reales. No le va mal el negocio: El Parlament es un fiel reflejo de esa realidad virtual. Si hiciéramos una encuesta entre los parlamentarios, ese porcentaje del 17,5% que se sienten únicamente catalanes se quintuplicaría. En TV3 no haría falta ni hacerla.

Esta atmósfera falsificada es fruto de percepciones interesadas y mentiras repetidas a sabiendas que lo eran. Una de las mayores, la constitucionalidad de la inmersión.

Es preciso repetir la evidencia cuantas veces haga falta: nunca el Tribunal Constitucional ha emitido sentencia alguna que la avale, muy al contrario, con motivo de la sentencia 337/1994, el Constitucional consagró la «conjunción lingüística» cuyo modelo implica que catalán y castellano han de convivir como lenguas vehiculares y ninguna de ellas puede ser excluida. Es más, en la primera enseñanza, dice el Tribunal, el alumno ha de ser enseñado al calor de la lengua materna y todos los alumnos deben llegar al final del ciclo educativo siendo competentes en las dos lenguas por igual. Precisamente, esta sentencia claramente contraria a la «inmersión», sirvió para que en la ley de política lingüística de 1988 se incluyese el artículo 21.2 donde expresamente se dice lo que el Constitucional resguarda en la anterior sentencia del 94: «Los niños tienen derecho a recibir la primera enseñanza en su lengua habitual, ya sea ésta el catalán o el castellano.La Administración ha de garantizar este derecho y poner los medios necesarios para hacerlo efectivo »

Sabedores de su poder mediático para contrarrestar la réplica de los perjudicados, se ha repetido la mentira tanto y tan persistentemente que la inmensa mayoría de sus gestores la ha tomado como verdad, incluso parlamentarios y periodistas la sostienen convencidos, ajenos a la mentira misma.

Pero no se conforman con manipular nuestro Tribunal Constitucional, lo hacen con el Consejo de Europa. El pasado 11 de diciembre de 2008, La carta de Europa de las lenguas Regionales o Minoritarias recordaba que la inmersión es un buen método de enseñanza de lenguas, siempre y cuando fuere voluntaria; y dictamina: «La carta no prevé la enseñanza obligatoria para todos los alumnos, sino, únicamente, que todos los alumnos reciban educación en catalán si sus padres así lo desean».

Pues bien, la prensa catalana repite lo contrario, que el Consejo de Europa ha avalado la inmersión catalana. Una mentira grosera repetida como un mantra.

La última instancia internacional en recordárselo ha sido la Comisión de Cultura y Educación del Parlamento Europeo este mismo mes, la cual ha votado a favor de que los padres puedan elegir la lengua oficial en que quieren educar a sus hijos: «Es esencial salvaguardar la posibilidad de que los padres y responsables de la educación elijan la lengua oficial en que han de educarse sus hijos en los países en que coexistan una o más lenguas oficiales o una o más lenguas regionales».

Si Thierry Henry llevara a sus hijos a la escuela, incluso podría llegar a pensar que el castellano es un idioma extranjero.

Antonio Robles, El Mundo 1 de marzo de 2009

miércoles, 7 de enero de 2009

Ocupar el lugar del amor a la Humanidad.



Se dice que fue el Abad Augustin Barruel (1741-1820) el primero en acuñar el término "Nacionalismo". Lo introdujo en su critica a los revolucionarios, para quienes el término "Nación" era, más que nada, usado como oposición a monarquía y no tenía el sentido que le daría después el Romanticismo. Pero el "nacionalismo" tiene ya para él connotaciones que nos resultan hoy familiares.

"En el mismo momento en el que los hombres se unieron en naciones dejaron de reconocerse unos a otros con un nombre común. El nacionalismo o amor a la nación ocupó el lugar del amor a la humanidad en general"