lunes, 7 de junio de 2010

¿Más que un club? Examen de un relato persistente (II)

El mito de la sociedad civil catalana

Texto Enric Ucelay-Da Cal Catedrático de Historia Contemporánea. Universitat Pompeu Fabra

El concepto de sociedad civil ha condicionado toda la vida social y política catalana del siglo XX. Actualmente se insiste en los mismos tópicos sobre la excepcionalidad del fenómeno.

Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? Título de una autodefinida "novela del donjuanismo", obra muy exitosa de 1930 del humorista madrileño Enrique Jardiel Poncela (1901-1952).

(Viene de ¿Más que un club? Examen de un relato persistente I)

Los discursos de la posmodernidad

Eso deja paso, en los años ochenta, a los discursos variados de la posmodernidad, y, por extensión, en las disciplinas sociales, a lo que se llamó "giro lingüístico", o sea, el despertar del sueño del langage de bois ideológico heredado de los años treinta. Dicho claramente con un ejemplo: la comprensión de que el proletariado o la burguesía no son un hecho, sino sólo una idea explicativa, y, por cierto, no precisamente una idea que soportara bien ser inspeccionada a fondo. Al mismo tiempo, la discusión sobre la postindustrialidad significó que, por primera vez, se cuestionaba de un modo generalizado la suposición de la producción como clave de cualquier concepción de la economía. Se llegó a tener cierta conciencia de que, en algunos lugares, se vivía una relativa riqueza colectiva, marcada por la tendencia a la vida larga y a la aparición de personas ancianas -no de sesenta años, sino de más de ochenta años de edad- en número suficiente como para poder ser consideradas como grupo social. Se empieza a hablar así de ondas tecnológicas (Alvin Toffler), y también de una concepción de poder derivado del dominio de la información - por primera vez posible gracias al ordenador personal y a la cada vez más compleja red de interconexiones electrónicas - y no de la capacidad de control y administración (la "sociedad del conocimiento", de Peter Drucker, propugnada desde los años sesenta y setenta en la teoría del management).

Los muchos intentos para dar un sentido profundo a la noción de posmodernidad (François Lyotard en Francia, Frederic Jameson, inventor de los Cultural Studies en Estados Unidos) pierden de vista a menudo que lo único realmente relevante era el fin de la alta modernidad y sus supuestos axiomáticos. Además, con la década de los noventa se hundió la histórica exclusividad del Estado. Desde el Congreso de Viena en 1815, el criterio oficial era que un Estado sólo hablaba con otro Estado mediante la diplomacia (por esta razón, tradicionalmente se denomina en España y Estados Unidos, por ejemplo, Ministerio de Estado al Ministerio de Asuntos Exteriores). Así, en el terreno interestatal, cualquier diálogo entre particulares y autoridad pública se dejaba en manos del servicio consular (en cada país soberano, el trato con los ciudadanos era tarea del Ministerio del Interior). Como consecuencia directa, aquellas entidades que eran de facto independientes, pero que no respondían a las normas de la diplomacia (en el siglo XIX, los poderes locales o reinos de África, por ejemplo), también eran entendidos como intereses privados. En la actualidad, desde 1992, han ido surgiendo las ONG como una fuerza que ha conseguido imponerse en los escenarios antes exclusivamente diplomáticos, como la ONU: en las sonoras palabras de Kofi Annan (secretario general, 1997- 2006), tan significadas que, al ser citadas oficialmente, ni tan sólo se les pone fecha: "Hubo un tiempo en que Naciones Unidas sólo trataba con gobiernos. Pero, ahora, ya sabemos que la paz y la prosperidad no se pueden conseguir sin asociaciones que impliquen a gobiernos, a organizaciones internacionales, a la comunidad empresarial y a la sociedad civil" (http://www.un.org/issues/civilsociety).

Los politólogos, sociólogos y todas las disciplinas urgían la creación de un concepto sustitutorio, y se redescubrió la idea de la "sociedad civil", así como todos los viejos argumentos sobre el tejido social norteamericano, al margen del poder de Aléxis de Tocqueville (La democracia en América, 1835-1840). Pronto, la presunción de la sociedad civil como componente esencial de cualquier sociedad funcional lleva al entusiasmo analítico desde enfoques muy diversos. La nueva fórmula (o reformulación) pudo disfrutar, desde la socialdemocracia innovadora tras el colapso comunista, de la aprobación de Giddens, ahora lord Giddens. El politólogo norteamericano Robert Putnam lo apuntó, primero en Italia y, después, en Estados Unidos, con un título que se ha hecho famoso, Bowling Alone (2000), desde donde podemos llegar fácilmente hasta el muy vacío pero escandaloso ensayista fílmico Michael Moore y su película documental Bowling for Columbine (2002). Más profundo resulta el concepto de habitus, el contexto social del compendio de costumbres colectivo, popularizado por Pierre Bourdieu, pero originario en realidad de Norbert Elias. En España, Víctor Pérez Díaz ha divulgado la "sociedad civil española" como el componente decisivo de la transición democrática y el despegue de España como sociedad básicamente aquejada del hecho de ser rica.

Pero toda esta movida postmoderna en torno a la sociedad civil ha tenido muy poco que ver con la dinámica catalana, incluso en el caso de Pérez Díaz, cuyos argumentos tendrían que haber servido al menos como aviso de un cambio de fondo. En Cataluña, sin embargo, nadie ha querido darse cuenta, y todos han seguido con los tópicos de siempre sobre la excepcionalidad catalana por el hecho de disfrutar de una sociedad civil singular, cuando ya no lo es tanto, y los catalanes, además, ya son masivamente funcionarios (aunque sea de la Generalitat). En Cataluña, la sociedad civil (no siempre designada con este nombre, aunque sí haciendo referencia a esa idea) ha condicionado toda la vida política y social a lo largo del siglo XX, de forma mantenida, incluso obsesiva. Todos los sectores habidos han bebido de este abrevadero ideológico con auténtica sed de poder. Nunca se han sentido satisfechos del todo, ni han sentido saciada su sed, pero todos cantan las excelencias de la fuente surtidora. Y todos actúan como si el siglo XX tuviese que durar indefinidamente, cuando ya hace tiempo que se acabó.

Una reflexión historicista

Parece lamentable, pero es un hecho: la mentira resulta imprescindible. Cualquier conjunción social necesita, para sostenerse, un entramado de lo que podríamos llamar "sueños despiertos ". Es comparable al hecho de que los individuos se apoyen en los vínculos personales idealizados, como el amor o la estima. La urgencia de la literalmente pavorosa necesidad emotiva, tanto individual como grupal, provoca que sentimientos del todo evanescentes se cosifiquen (o reifiquen): es decir, lo que sólo consiste en emoción huidiza y contradictoria, una suma confusa y contradictoria de pulsiones, culpabilidades y otras programaciones profundas, además de añadidos de presiones más recientes o coyunturales, queda mentalmente transmutada en algo sólido, evidente, literalmente fehaciente. Los sueños despiertos, al contrario de los sueños dormidos, son del todo comunicables; aún más, se contagian y generan dependencia en las otras personas. Queremos creer. Aun estando compuestos de reflejos parciales y malentendidos, los sueños despiertos parecen reales, por la razón de que las emociones que suscitan lo son. Vayamos más lejos todavía: cualquier vida social consiste en sueño despierto o, como dirían, los vedánticos y budistas, en vana ilusión.

Un sueño vertebra la sociedad catalana, en la medida en que existe tal cosa totalmente cosificada -y lo mismo se puede decir de España, el Estado, de Francia y de una lista tan infinita y variada como el repertorio de interacción humana-. Sin sueño despierto y ampliamente compartido no hay relato histórico, ni mitología política, ni las imprescindibles identificaciones que configuran la participación y garantizan su transmisión y contagio. Como en todos los casos, el sueño que justifica la noción de los "catalanes" es circular: hay que creer que existen los catalanes para que, en efecto, existan. Más concretamente, en la medida en la que el sueño despierto catalán se vuelve insistentemente tautológico, y, por tanto, más atractivo, de movimiento, más catalanista, el relato cosificado adquiere mayor densidad: los catalanes, según la suposición constituyente, son algo aparte, diverso de su marco legal o político, que es presumiblemente espurio, ya que cada sueño despierto tiene que determinar la realidad que lo rodea, y decidir qué hay de real, o mejor, de auténtico en las categorías empleadas. Pero en el relato soñado catalán, hay un hecho diferencial que no permite que tal cosa colectiva catalana, entendida como fáctica, se confunda con otras cosas que, de forma accidental, se sobreponen. La suposición catalana, o mejor catalanista, es, dicho sucintamente, que la historia se ha equivocado y tiene que ser corregida, allá atrás, en el pasado, y no ahora.

Los catalanes - siempre según el relato de sueño despierto - son diferentes del resto de los españoles y/o hispánicos porque trabajan, ahorran, son currantes. Es reconocido que también pueden tener mucha cara, que tienen terribles arranques que todo lo destrozan. Algunos, al elaborar este relato solipsista, apuntan a la equivocación histórica como culpable de esos arranques: si pudiesen ser, vivir su autenticidad, vivirían tranquilos y realizados. Pero si profundizamos en la narración compartida del sueño despierto, si extraemos el relato, y vamos al corazón del pueblo (un topos del casi olvidado dramaturgo Ignasi Iglèsies), queda demostrado que las ganas laboriosas del colectivo siempre se sobreponen a las furias, es decir: el seny (la sensatez), el sentido común racial, de nuestra tierra, de la tierra, puede con el arrebato. Y la sensatez, no hay que decirlo, es asociativa.


La suposición de la excepcionalidad catalana

Se ha podido leer la experiencia del Sexenio Revolucionario, de 1868 a 1874, como una tentativa, liderada por el reusense Joan Prim, de imponer alguna especie de proyecto barcelonés a la política española. Así, los muchos catalanes que se embarcaron con Prim -como Laureano Figuerola o Víctor Balaguer, entre otros- representaban una variedad bien dispar de lecturas sobre la disyuntiva pays réel-pays légal, como también las abundantes contradicciones entre las visiones opuestas a la neo-whigista Gloriosa Revolución, los Mañé i Flaquer o Duran i Bas que desconfiaron del cambio dinástico o, más aún, del experimento republicano, y un Almirall, por ejemplo, al que le parecía poca cosa.

Pero nadie dudaba, ya en 1868, de la verdad de la dicotomía española entre la laborista, febril y humeante Barcelona y la gandula, burocrática y cortesana Madrid. El dualismo entre fabricantes "claros y catalanes" y funcionarios con pretensiones (el "Vuelva Vd. mañana" de Larra) quedó fijado como la grieta central frente a cualquier modernización de la sociedad española. Dentro del agudo gusto por la autocontemplación propia, se produjo el autodescubrimiento de la sociedad civil catalana a lo largo de la década siguiente, sobre todo una vez pasada la tormenta revolucionaria.

Hacia 1880, cuando Almirall intentó proyectar un movimiento de identificación catalanista, basado en la confluencia proteccionista de patronos, abogados y obreros, al estilo de los republicanos norteamericanos, el tópico ya estaba sellado y convertido en una perfecta cosificación. Es más, la creación oficial en 1887 del Registro Civil de Asociaciones confirmó la percepción de la propia relevancia catalana. Por aquel entonces, la rivalidad Madrid-Barcelona, la lucha por la capitalidad española entre "la Villa y Corte" tradicional y la "contracapital" barcelonesa, totalmente insatisfecha con el papel de capital de provincia (¿como Soria o Cuenca?), se había convertido en el hecho que dominó, sin ninguna duda, la vida política y social española hasta finales de la Guerra Civil de 1936-1939.

El cliché de la trabajadora Barcelona (pronto transmagnificada en "la Barcelona de los trabajadores") se fundamentaba en muchas ilusiones, algunas de ellas muy ilusorias. Se basaba en la suposición de que existía una industria catalana poderosa, pero el hecho era más bien que la producción catalana era muy frágil, dependiente por sus bajos costes y por sus escasos márgenes de beneficio, obtenidos en talleres raquíticos con pocos operarios y, a menudo, con maquinaria de segunda o tercera mano. No había una grande bourgeoisie, sólida y arraigada, en Barcelona (ni en Sabadell, Terrassa, Mataró, y otras ciudades fabriles), sino muchos "señores Esteve", unos pocos indianos y negreros, y una familia Güell y otra Muntades, y para de contar. El tejido burgués (neologismo venido del francés al castellano a través del catalán) era bien fino, poca cosa, y estaba tan vacío como las ínfulas españolas de ser una gran potencia con una flota y un ejército de rango. En Barcelona, como en Madrid, todo dependía de las apariencias, aunque no compartían su preocupación por los mismos indicadores de rango social, de ascenso o de descenso. La pobre realidad catalana quedó tapada por el recurso, tan español, al excepcionalismo, por la convicción de que la puntualidad y la ética del trabajo en Cataluña eran raciales, como lo eran el desorden y la pomposidad juridicista castellana, En la práctica, la solidez catalana dependía más de la "sociedad de familias", el tupidísimo entramado social de parentesco, de matrimonios cruzados (dos hermanos con dos hermanas, un hermano con la viuda fraterna, los enlaces entre primos...) que garantizaban que el juego de apellidos fuera totalmente reiterativo, como lo eran las muchas fabriquillas que adoptaban nombres sonoros de empresa. Por eso, la agudeza del espíritu socarrón catalán, la sorna, el sarcasmo, la descarnada ironía del idioma pronto acababa con cualquier intento de echar las campanas al vuelo.

Nadie iba a enganchar a los corrosivos catalanes, y menos los españoles o "castellanos", con el vacío estatal, raquítico injerto de liberalismo en un tronco dinástico y absolutista. Nadie, salvo, claro está, ellos mismos. A lo largo del siglo XIX, la sociedad de familias fue creando unos hábitos que tenderían a adquirir aspecto muy sólido a fuerza de evitar hablar con alguien que no compartiese los mismos criterios. Si la red de parentesco ya parecía bastante reunida en el Liceu, todas las sedes sociales, los encabezados de papel de carta y la decoración empresarial también fueron tomando vida propia hasta aparentar ser una auténtica sociedad civil. Barcelona no sería la capital de nada (más que de la provincia de Barcelona), pero era el aparatoso centro de una densa red de empresas y personas sociales, bendecidas por el caduceo de Mercurio, dios del comercio, además de por otras figuras de la mitología fabril y mercantil.

Habían surgido algunas entidades emblemáticas: el Liceu (1847, reconstruido en 1861 y 1994), el Ateneu Barcelonès (1860, copiado del de Madrid, 1835, y del de Londres, 1823), y el modelo se extendió pronto, ya que los menestrales y autodidactos no se creían inferiores a los señores, burgueses como Dios manda. Así se fundó el Ateneu Igualadí de la Classe Obrera en 1863, el primero de una larga cadena de entidades populares dedicadas a la autoayuda y a la autopromoción, del mismo modo que las mutuas pagaban los entierros (nadie lo haría, si no lo hacían ellos). Y así, de entidad en entidad, se produjo el milagro de la sociedad civil catalana. ¿Existía? Pronto corrieron las imágenes del despertar de los muertos: la del ave fénix, emblema del significativo periódico La Renaixensa, se convirtió en logotipo arquitectónico de la construcción de la Barcelona moderna; incluso la de Lázaro: "Surge et ambula", dice Cristo, y el cadáver despierta de su letargo (es el lema de la Biblioteca-Museu Balaguer en Vilanova i la Geltrú o del Primer Congreso de la Lengua Catalana en 1906).

El catalanismo político, por tanto, se edificó, totalmente convencido, sobre unos fundamentos asociativos en apariencia firmes y, sobre todo, únicos en España. Unamuno muestra a Eugeni D'Ors la grandeza solemne de Salamanca y Xènius le replicó que hacían falta cafés de barrio a la francesa (o sea, como los que abundaban en el petit París du sud). La primera campaña electoral de la Liga Regionalista, tras un "cierre de cajas" o huelga de impuestos de tenderos, se presentó como la de los "cuatro presidentes" (en realidad, ex presidentes de la Societat Econòmica Barcelonina d'Amics del País, el Foment del Treball Nacional, el Ateneu Barcelonés, la Lliga de Defensa Industrial i Comercial) en donde las entidades suplían a las instituciones públicas. La estrategia de ligas confiaba en los fundamentos de la sociedad civil, de la que Prat de la Riba fue un adepto entusiasta. De semejante seguridad nació Solidaritat Catalana, en 1906, que arrasó en las elecciones de 1907 como "alzamiento", según el poeta Joan Maragall. Sólo la Revolución de julio de 1909 indicó que quizá no todo era tan sólido como se creía y Cambó, por entonces distanciado de Prat, promovió una encuesta y descubrió que había bien poca sociedad civil, más agujeros que otra cosa. Quedó horripilado, tapó los resultados y comenzó a insistir en la necesidad de acceder al Estado, como "socialismo estatalista". Prat ya había asaltado la Diputación barcelonesa y se divirtió de lo lindo inventando instituciones públicas que suplían las carencias privadas, mientras el discurso oficial catalanista era todo lo contrario. ¿Cuál es, pues, la justificación? Que Cataluña "actúa en función de Estado" (fórmula recogida por Alexandre Galí, en su vasta recopilación descriptiva de las instituciones catalanas y/o catalanistas - y esa distinción resultó ser otro problema -). Finalmente, gracias al pacto de Cambó, primero con el liberal Canalejas y después con el conservador Dato, se obtuvo la anhelada Mancomunidad interprovincial y Prat pudo seguir, hasta su muerte en 1917, inventando organismos. Su heredero "liguero" al frente de la interdiputación, el arquitecto Puig i Cadafalch, modernizó la política pratiana al crear empresas para el desarrollo (teléfonos, por ejemplo), a la vez que, desgraciadamente, buscó sin éxito someter a los intelectuales a su disciplina.

Para cuando llegó la Dictadura del General Primo de Rivera, nacida en Barcelona el 13 de septiembre de 1923, todos conocían ya el truco catalanista de publicar manifiestos con interminables listas de asociaciones, que ya no impresionaba a los militaristas y españolistas, que intentaron hacerle frente endureciendo la capacidad de intervención de la provincia y la Capitanía. Pero los obreristas sí que habían aprendido y copiado la lección catalanista.


Continúa...


Fuente: Barcelona Metrópolis

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